Como
cada mañana, Concha Bada se levantó hastiada de vivir. En una entreplanta
interior de cincuenta metros cuadrados del madrileño barrio de La Elipa,
moraban hacinados: Una mujer, su marido alcohólico, cuatro hijos varones en
paro, un perro estrábico, y una hipoteca a setenta años.
Al salir de la ducha, Concha
se miró en el espejo, sin poder reconocer en aquella anciana de cuarenta y cinco
años, a la hermosa mujer que antaño fué: El ombligo se adivinaba semioculto por
los pechos. Las generosas pistoleras tenían capacidad para albergar dos armas
de calibre reglamentario. El cabello, ralo y de color alfalfa, coronaba una
cabeza cuyo único ornamento eran los dientes. Éstos, que un día parecieron
perlas por su blancura, hoy lo asemejaban por su pavorosa escasez. Encendió un Ducados
sin filtro, y se puso la blusa, la falda y los zapatos, las únicas prendas que
tenía. Abrió el frigorífico, vacío como Madrid en Agosto. No miró la cartera,
porque ya sabía lo que no había. Todos dormían, incluido el perro, un ejemplar verde
kriptonita, que parecía más reptil que cánido, a fuerza de ser cruzados sus
ancestros entre sí.
Dejó
su lastre vital en aquella casa, y se tiró a la calle, en busca del super del
barrio. Era el único lugar donde se sentía persona, mientras se evadía de la
realidad temporalmente. Al llegar a la calle Daroca, divisó una zona de obras
en la acera de los pares. Era la enésima zanja en lo que llevábamos de año:
Primero, la compañía del gas, después los de la fibra óptica, y más tarde los
de la dietética. Luego la empresa de la luz ecológica, y ahora un socavón
producido por la rotura de una tubería. Como en toda obra española que se
precie de serlo, un operario trabajaba a ritmo cansino, mientras sus compañeros
le daban apoyo moral con la mirada. A poca distancia, un número indeterminado
de jubilados varones, observaban la escena en riguroso silencio, solo roto por
algún piropo salvaje, vertido al paso de una hembra de buen ver y mejor catar.
Concha Bada era consciente de su inexistente atractivo físico. No pretendía
recibir un requiebro procaz, ni tan siquiera una mirada libidinosa. Se hubiera
conformado con que no le lanzaran trozos de pan duro, como si fuera un animal
de corral.
Cruzó el paso a nivel de la
M30. El abismo repleto de coches que se extendía ante sus ojos, la tentó como
lo hacía todos los días. Un pequeño salto, y todo acabaría. No fue capaz. A
veces la cobardía es la única causa que impide un suicidio. Arribó a la calle
Brescia, y por fin llegó a su pequeño paraíso, el supermercado.
Le
extrañó no ver al ciudadano subsahariano de la puerta. Vendía por la voluntad la
publicación solidaria La Farola. Estaba tan integrado en la tienda, que hasta
iba a las cenas de empresa. Posiblemente lo habían trasladado a otro local, o
bien estaba de vacaciones, y debido a la crisis no le habían puesto suplente.
Concha siempre compraba algo para él, un bollo y un refresco, o una tortilla
precocinada sin cebolla y un cartón de mosto.
Se
abrió la puerta automática y apareció Melitón. Melitón Gosálvez era el jefe de
tienda. Buena persona en el buen sentido de la palabra. Sus marcados rasgos
indígenas delataban su procedencia. Era
un ejemplo del llamado sueño español. Llegó a España siendo todavía
adolescente, y se hizo asimismo a base de esfuerzo y tesón. Sonrió a Concha con
su amabilidad habitual, y le anunció entusiasmado que había sido premiada. Al
ser la clienta número seiscientos sesenta y seis, le había correspondido un
cheque regalo de mil euros, y la posibilidad de cerrar la tienda durante una mañana,
para que comprara ella sola.
Concha
no se lo podía creer. Era reina por un día. Se sentía como Richard Gere en “Pretty
Woman” cuando entra en la boutique con Julia Roberts y espeta aquello de:
“Vamos a gastarnos una cantidad indecente de dinero, así que tendrá que hacernos
mucho más la pelota”. Le pidió a Melitón
que fuera su personal chopped, y
emprendieron juntos el camino hacia la
gloria, empezando por la bollería industrial: “Quiero una caja de cada, y cinco
de Donuts con chocolatazo blanco,
porque desde que los venden en envase individual, cada vez son más pequeños y
no me hacen apaño”.
“Tu
no eres menos que la Beckham”, repetía Concha en voz baja a modo de mantra. Si
a esa pija escuálida le cerraban el
Dolce&Gabbana de Milán, para que comprara en exclusiva, por qué no le iban
a reservar a ella el super de su barrio, que también pertenecía a una empresa
extranjera muy importante. Vió el pescado fresco, y empezó a gemir como Meg
Ryan en la escena del restaurante de “Cuando Harry encontró a Sally”. Cogió
gambones: “Para los niños, que les gustan con ajetes”, eligió una merluza
entera del tamaño de un arcabuz de infantería, y un buey de mar: “Éste es como
el que dice mi vecina que compra en Navidad. Ya será menos. Si están tan tiesos
que no pagan ni la comunidad”. Anduvo dos metros: “¿Cómo salen los salmonetes,
bonita? Ponme cuarto y mitad, que les estoy viendo el ojo, y hoy están
fresquitos”. Se iba creciendo por momentos. Pasó de largo por los congelaos, mirándolos de soslayo, como
pensando: “Indefectiblemente, mañana volveremos a encontrarnos, pero hoy no nos
conocemos”.
Concha
Bada era feliz, no en vano estaba viviendo un sueño. Pero para que fuera completo
faltaba alguien: Doña Isabel Pantoja. Dicho y hecho. ♫ Marineroooo de luceeeees
♫ empezó a atronar por la megafonía e inundó la enorme sala de punta a punta.
Ahora sí, todo era perfecto.
Llegó al imperio de las
grasas saturadas, su hábitat natural. Se encaró con los ibéricos. Después de
las pertinentes y protocolarias salutaciones, intercambió con ellos algunos
lugares comunes: ¿Venís mucho por aquí? ¿Estudiáis o estáis en paro? En
cualquier caso, la suerte estaba echada para estos indefensos productos
porcinos. Llenó el carro con tanta determinación, que parecía que lo hubiera
hecho en otras ocasiones.
Al
llegar a las carnes, no lo dudó: “Only solomillo”, con independencia del animal
de procedencia, tuviera dos o cuatro patas. Se acordó de cuando siendo aún
mocita, iba al pueblo: ¡Menudas parrilladas familiares an cá la tía Pollarda! Pensó en preparar una y luego subir la foto
al Facebook, para que se pudrieran de envidia sus cuñadas, esas perracas que
tomaban prestadas fotos del Telva-cocina, y luego las colgaban como si los
platos fueran suyos.
Se
acercó a la zona de alimentación para mascotas, y cargó varias bolsas de comida
para perros, esta vez no de marca blanca. “Qué contento se va a poner Toby”,
exclamó ufano Melitón. “¿Toby? Para él he cogido tres kilos de filetes de añojo
recién cortados. Estas bolsas son para mi esposo. Lo sofrío y lo salteo con
patatas, y él cree que es estofado de ternera blanca”. Llamar animal a su
marido hubiera sido ofender a los animales. Concha recordaba perfectamente
cuando la había fornicado por última vez, pero era incapaz de evocar una
ocasión en que le hubiera hecho el amor”. Fue a los vinos y eligió la botella
más cara. “Como está acostumbrado al peleón con gaseosa, en cuanto tome vino de
calidad, se le para la patata al primer trago”.
“Melitón,
quiero Coca-Cola: Diez cajas de botellines de cristal, que es la auténtica. La
de botella de plástico no sabe igual, y digáis lo que digáis, esa promoción veraniega
del envase de dos litros más doscientos mililitros gratis, es un timo. Eso no
es Coca-Cola, es agua coloreada”. El probo empleado asintió con la cabeza sin emitir
palabra alguna.
Concha
desfilaba hacia las cajas, preparándose para ejecutar con voz alta y clara esa
frase que siempre había ansiado pronunciar delante de la cajera: “Buenos días,
señorita, es un pedido. Lo quiero en casa rapidito, que si no se rompe la
cadena del frío, y se me echa todo a perder”. De pronto, sintió un golpeteo
suave y repetido en las mejillas. Tendida en la acera frente a la puerta del
supermercado, abrió los ojos y vió a su querido Melitón: “Doña Concha, vuelva
en sí. Se pegó muy meco contra el suelo, pero no se lastimó. Qué bueno que nos
visite de nuevo hoy en la mañana. Se la ve linda, damita. Entre al market, que
la va a pasar chingona con las ofertas que tenemos hoy para ustedes”.
Concha
salió de su ensoñación postraumática. Lejos de sentirse mal por no haber sido
real lo ocurrido, se levantó con una enorme sonrisa y parafraseando a Tom
Cruise en “Risky Business”, dijo para sí: “¡Pero qué narices!”. Al entrar,
Melitón la tomó del brazo, y más cariñoso que nunca proclamó: “Doña Concha, es
usted la clienta número seiscientos sesenta y seis, y en nombre de la empresa
me complace comunicarle que ha sido premiada…”
Este es nuestro humilde homenaje a todas las conchasbadas del mundo, en la
esperanza de que ellas también encuentren algún día su paraíso terrenal.
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