sábado, 4 de enero de 2014

La maternidad es el mejor método anticonceptivo.


       Quién le iba a decir a Olaya Nimeacuerdo que los científicos acabarían por darle la razón. Olaya quería ser madre de familia numerosa, pero pasaban los años, y el pequeño Timmy no tenía hermanitos con quien jugar.

         Ella y su marido conocían muy bien la causa, pero cuando hablaban del tema con la gente, sentían que les miraban como si estuvieran locos. Por eso ahora no pueden ocultar su satisfacción. Un estudio de la Universidad de Mijas Costa, concluye que ser madre es el mejor método anticonceptivo, muy por delante de los tratamientos hormonales o de los dispositivos de barrera.
 
 
 

         Estos resultados han sorprendido a la comunidad científica internacional, convencida de que el estudio es una coña: “Ya están los españoles como siempre. Su gobierno ha recortado drásticamente los fondos para investigación, y en consecuencia, el nivel de las publicaciones es aún más bajo que de costumbre. Hay quien dice que es por orden directa de Rajoy, interesado en que la ciencia nunca descubra por qué habla como si tuviera en la boca una patata caliente del McDonald´s”.

         El estudio se ha publicado en “Ser suegras”, revista de referencia entre las madres políticas de habla hispana. Está indexada como publicación de alto impacto. Y no nos extraña, porque suele tener entre ochocientas y mil páginas. Como se te caiga encima de un pie, te lo apaña.

Carmele Viatán, la queridísima y no siempre bien valorada suegra de Olaya está suscrita a la revista desde que era mocita: “Había que ir entrenándose para el futuro. Tarde o temprano todas acabamos teniendo nuera. Es ley de vida. Has de joder a tu hija política, igual que te jodió a ti tu suegra”.

         Una mañana cualquiera, Carmele se presentó por sorpresa en casa de Olaya: “Vengo a ver al niño, que a ti te tengo muy vista. Por cierto, que cara de cansada tienes”. Abrió el frigorífico: “Que vacío está. Igualito que el mío, que parece El Corte Inglés”, y destapó la olla: “Aghhh, esta vaca que has puesto para el ragout está muerta. Te tengo que decir un día donde compro yo la carne. Y ya te daré la receta, que aunque esté feo decirlo, a mí el estofado me sale buenísimo”.

         A esa altura de la inesperada visita, el cerebro de Olaya llevaba en modo off  bastante rato. Todos los días era la misma monserga y ya estaba acostumbrada: “¿Mi hijo? Trabajando, como siempre. Vaya vida que lleva el pobre, y lo delgado que se está quedando desde que no come en casa. La suerte que has tenido con él, bonita. Aunque también tiene su carácter ¿eh? No te vayas a creer que siempre está de buen humor. Yo soy su madre y lo conozco mejor que nadie”.
 
 
 

         Hace tiempo que Olaya retiró los cuchillos de la cocina para evitar cometer una barbaridad en un momento de debilidad y/o desesperación: “Bueno, despierta a Timmy, que se me hace tarde. En cinco minutos he quedado con mis amigas y no me va dar tiempo ni a darle un beso. Ya le llamo yo: Timmyyyyyyyyy”. Media hora después de ese grito sobrenatural, apareció Eutimio, recorriendo  cansinamente los cinco metros que separan su habitación de la sala de estar: Quince años, metro noventa de estatura, cuarenta y siete de pie, flequillo caído sobre la barbilla, heavy axilar, y expresión transida. Ni estudia, ni trabaja. Juega a la PlayStation, y entre partida y partida guasapea con los de su tribu.

         “Ayyyyy, ¿Quién está aquí, Timmy? ¿La yaya Conchi? Nooooo, que esa no viene nunca y además te hace siempre una mierda de regalos. ¿Cómo me llamo yo, cómo me llamo yo? Ayyyy, el tiempo que hacía que no te veía. Si yo creo que has crecido desde ayer. Toma cincuenta euros para que te compres algo, me devuelves sesenta y ya me darás el resto cuando la agarrada de tu madre te dé la paga. Ahh, y que te hagan factura, que luego me lo desgravo en hacienda como donativo.

¿Y de novia cómo andamos? Ni se te ocurra, que son todas unas lagartas. Tú te quedas con tu abuela, que alguien me tendrá que cuidar cuando falten tus padres. ¡Bueno, me voy que tengo prisa! Adiós Timmy. Adiós hija. Te dejo aquí esta revista, para que te culturices algo. Por cierto, ¿Estás más gorda o es que me lo parece? ¡Y qué cara de cansada tienes!”.

Olaya cerró la puerta con desgana y se miró en el espejo de la entrada, buscándose a sí misma: “Lo peor de todo es que la muy hija de puta de mi suegra tiene razón”. La casa se había quedado de nuevo en silencio. Eutimio había vuelto a la cama, y no se levantaría antes de las dos de la tarde, que es cuando ponen en Tele Deporte, el resumen de siete horas sin anuncios de los partidos de la Liga islandesa.
 
 
 

Abrió el “Ser suegras”, y pasó las páginas con cuidado, para no tocar la tinta azul tóxica que había en el ángulo inferior derecho de cada hoja. Desde que Carmele leyó “El nombre de la rosa”, llevaba años intentando envenenar a Olaya, como hacía el monje malo con sus hermanos del monasterio, cada vez que uno de éstos hojeaba el libro prohibido.

Le llamó la atención un artículo de título aparentemente contradictorio: “La maternidad es el mejor método anticonceptivo”. Ella podía corroborar en sus propias carnes la veracidad de las conclusiones de dicho estudio. Recordó con dificultad cómo era su vida de pareja durante el noviazgo. Olaya tenía sexo una vez al día, y su chico también, aunque él con los amigotes presumía de cinco o seis.

Se casaron, y aunque el ardor guerrero seguía intacto, la estadística se desplomó. De novios, mientras vivían por separado en casa de papá y mamá, tenían el cuerpo descansado y todo el tiempo del mundo para pensar dónde y cómo se lo iban a montar.  Pero la vida en pareja conllevaba que al llegar a casa después de trabajar, el sexo debía esperar. Compra, cocina, plancha, baños, polvo, aspirador, etc, son antiafrodisíacos muy efectivos. Y es que aunque parezca increíble, no todo el mundo en España tiene chica.

Luego están las inevitables cenitas con amigos … en casa propia. Olaya y su marido tenían la certeza de que sus colegas no vivían debajo de un puente, incluso conocían su dirección, pero nunca les habían invitado formalmente. Lo máximo que habían conseguido es un: “Desde luego, como sois. A ver si venís un día a casa”. “¡Coño! Probad a invitarnos un día concreto y ya veréis como sí que vamos”, pensaba Olaya.

El caso es que el matrimonio disminuye la libido, y quien diga lo contrario se engaña. No es que ya no te ponga tu marido, sino que no te quedan por fuerzas ni para llamar por el móvil (y ésto en una mujer es mucho decir). Una vez casada, Olaya pasó a tener sexo una vez a la semana, y su marido, también, aunque de puertas hacia afuera, siguió apuntándose cinco o seis al día.
 
 
 

Una de esas noches tontas de los sábados, Olaya se quedó embarazada. De todos es sabido que en los sábados, sabadetes se agrupan estadísticamente los encuentros sexuales de las parejas occidentales. Armstrong contaba en sus memorias que en el primer viaje espacial, estando allá arriba, los sábados siempre oían lamentos y gritos ahogados. Estaban acojonaditos porque pensaban que era vida extraterrestre. Nada más lejos de la realidad. La NASA les confirmó que lo que escuchaban eran gemidos orgásmicos provenientes de la Tierra, donde media humanidad le estaba dando al trijueque con la otra media.

Dieciocho meses después, nació el pequeño Eutimio, que hasta para venir al mundo fue lento. Y ahí se acabó el tema sexual para Olaya: “Finish, finito, game over, closed hole. Ya ni los sábados: Te levantas a las ocho, llevas al pequeño Timmy a maternonatación, luego a clase de chino (el resto de sus amiguitos están apuntados y tu hijo no va a ser menos). Después viene la clase de arte figurativo computerizado. Entremedias primera visita de los abuelos maternos y a continuación la de los paternos, sin solaparse, porque entre ellos no se pueden ni ver.

Almuerzo rápido, café con unos abuelos, merienda con los otros, visita de los primitos (para que se vean al menos una vez a la semana, también en tu casa, por supuesto), llamada al SELUR (Servicio Especial de Limpieza Urgente) y después al 112, para ver si con un poco de suerte, las autoridades reconocen tu casa como zona catastrófica.

Tercera visita de los abuelos, esta vez primero los paternos y luego los maternos, para que no se sientan discriminados. Baño de Timmy, cena rápida y a dormir, no sin antes llamar a los abuelos para ver cómo han pasado el día. Son las tres de la madrugada, una hora estupenda para dormir, y para otras cosas. Despiertas a tu marido, que está amodorrado en el sofá viendo la Teletienda. Te dispones a cumplir con el sacrosanto deber del matrimonio. Cuando después de mucho esfuerzo y concentración estás a punto de llegar al clímax, el pequeño Timmy, grita desaforado: “Mamaaaaaa, tengo sed, dame calimotxo”.

Se te viene el mundo encima, de hecho te das cuenta que por siempre jamás es lo único que se te va a venir encima, muy a tu pesar. Y no vuelves a tener sexo nunca más y tu marido tampoco, aunque él fuera de casa, siga proclamando que lo hace entre cinco y seis veces al día. ¡Las ganas, chaval, las ganas!” VanityFreakNews.

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