Kike Osden es un español como otro cualquiera, ni alto ni
bajo, ni feo ni guapo. Colgó los estudios en primero de bachillerato:
"Padre ya no podía trabajar y con la pensión que le había quedado, no daba
para alimentar a una familia numerosa". Se desposó con la novia del
instituto, y sin divorciarse de ella, volvió a casarse con Bankia merced a una
hipoteca a setenta y cinco años. Ese sí que fue un matrimonio indisoluble ante
Dios y ante los hombres.
En aquel tiempo, se ganaba el pan como constructor, eufemismo
utilizado por los modernos cuando se refieren a la profesión de albañil. Kike conoció
la época de las vacas gordas. Vivió desde dentro la burbuja inmobiliaria, y su estallido
le pilló en el epicentro. Esta explosión virtual tuvo efectos devastadores en
la sociedad española. La onda expansiva afectó a cientos de miles de personas de
todas las capas sociales, dejando un reguero interminable de damnificados en la
cola del paro, desde oficiales de primera hasta arquitectos.
"El auge del ladrillo fue un período de locura
absoluta. Cualquier solar era bueno para levantar una torre de casas. Daba
igual como fueran y que precio tuvieran, porque se vendía absolutamente todo.
Los bancos te tasaban el piso por encima del precio de mercado, ya de por sí
inflado. Luego te prestaban el cien por cien del importe, y otros tantos miles
de euros por si querías reformar la vivienda o cambiar de coche. El dinero era
como la Neisseria gonorrhoeae en un burdel, nadie lo veía físicamente, pero
circulaba a toda velocidad, moviéndose de un cliente a otro como Pedro por su
casa.
Un señor bajito y malencarado, que a la sazón ocupaba
temporalmente la jefatura del gobierno, salía en la tele y decía que España iba
bien. Bien jodida, pensaban algunos. Bien encaminada hacia el abismo, afirmaban
los más escépticos. Los indicadores macroeconómicos mostraban que estábamos en
verano, y los políticos de entonces nos hicieron pensar que el calorcito estival
duraría toda la vida. No es así: Algunos años el verano puede durar un poco
más, pero siempre acaba por llegar el invierno.
En los albores del otoño, el señor del bigote se marchó a
tomar el sol y hacer abdominales. Aún no hacía frío, pero empezaba a echarse en
falta un jersey por las mañanas. Le sustituyó un señor alto y bienencarado, que
no sólo creía en los Reyes Magos, sino que pretendía que los demás también lo
hiciéramos. Con él entró el invierno, el
más crudo del siglo. Ni los más viejos del lugar recordaban temperaturas tan
bajas. Pero como el señor de la ceja seguía empeñado en que estábamos en
verano, nos cogió a todos en bermudas y con camisa de palmeras.
Cuando llegaron las nieves, y las carreteras quedaron
cortadas, el señor alto reconoció que estaba empezando a refrescar. Pero
afirmaba que en dos patadas llegaría la primavera, y España se llenaría de
brotes verdes. También decía que si teníamos frío era por culpa del señor
bajito, que en su día no nos compró abrigos.
Pasado el tiempo, el bajito se afeitó el bigote y el alto
se depiló la ceja. Nosotros seguíamos en la Edad de Hielo, mientras ellos
estaban cada vez más pintureros, y se permitían el lujo de escribir manuales de
supervivencia en tiempos de crisis.
Así fue España en lo macroeconómico. Con uno llegamos al
borde del precipicio, y con el otro dimos un paso al frente. En lo
microeconómico, mi historia no fue muy diferente. Con veinte años recién
cumplidos, yo ganaba más que un médico jefe de servicio de un gran hospital. Pero todo lo que sube baja, incluso en el caso
de Nacho Vidal. De un día para otro, la construcción frenó en seco. El castillo
de naipes se derrumbó en cuanto el viento empezó a soplar tímidamente.
Estuve tres largos años sin encontrar trabajo. Como había
tenido que vender el BMW y el Porsche Cayenne, recorría a pie las obras de mi
barrio, y después las de mi ciudad, en búsqueda de un jornal. El problema es
que ya no había nuevas construcciones, y las que estaban en marcha habían
parado. Las grúas que hasta hace poco dibujaban nuestro skyline habían desaparecido. Los promotores inmobiliarios que
habían amasado fortunas indecentes en pocos años, empezaron a no pagar a los proveedores, y
después a suspender pagos. Todos los días cerraban cinco o diez empresas.
Gracias a un amigo de un amigo, comencé a trabajar en un
bar. Un negocio pequeño, aunque suficiente para ir tirando. Medio año después,
el bar también quebró. Me quedé otra vez en la calle, con la consiguiente fama
de gafe, ganada a pulso. Tanto es así
que ya nadie me quería contratar, ni siquiera en Zara o Mercadona, las únicas joyas
aún sin empeñar del otrora Imperio español, aquel donde nunca se ponía el sol,
y donde ahora siempre era de noche.
Tomada de www.perso.wanadoo.es
Lo siguiente que encontré fue una línea caliente, uno de
esos teléfonos a los que nadie reconoce haber llamado nunca. Un trabajo aséptico
y funcionarial. Mientras haces un sudoku o una colcha de ganchillo, intentas no
pensar en que tu interlocutor se está tocando, y aquí paz y después gloria. La
gente está muy mal. A veces te llevas sorpresas. Por ejemplo, cuando reconoces
la voz de algún cliente: “Tita Marta”, “Uy, usted perdone, creo que me he
equivocado”. Mi tía Marta tenía fama de haber sido un poco guarrilla en sus
años mozos. La abuela la quería un montón y siempre le dedicaba alguna lindeza:
"Esa pelandusca me quitó a mi hijo porque el pobrecito era tan débil
mental como su padre. Todos los hombres son iguales. Ven unas bragas y se
olvidan momentáneamente hasta del fútbol. Si no fuera por mi Carlitos, esa
golfa todavía estaría bailando en porretas en aquel garito de mala
muerte".
Tomada de www.yoyopress.com
Después de muchos avatares, y orgasmos interruptus por
fallos en la línea telefónica entré a trabajar en Jazttel como teleoperador.
Experiencia en el sector ya tenía, pero el problema es que había desarrollado
automatismos, y sobre todo al principio me jugaron malas pasadas. Lo típico,
llamas a un cliente para ofrecerle la fibra óptica y cuando te quieres dar
cuenta le estás diciendo: “Esta mañana estoy muy caliente. ¿Lo sabes, verdad?”.
Menos mal que la gente en España es buena. Santos varones
y santas mujeres. Cómo explicar si no, que aguanten estoicamente llamadas todos
los putos días del año, a cualquier hora. Yo me pongo en su lugar, y tiraría el
teléfono por la ventana. Seiscientos
euros al mes por ocho horas al día, cinco días a la semana. No es el trabajo de
mi vida, pero es lo que hay, y no lo cambiaría por nada del mundo. Soy un paria
de la sociedad, pero poder putear a la gente oculto en el anonimato, no se paga
con dinero.
Sí amigos, yo soy
uno de esos hijos de padre desconocido que os llama a la hora de la siesta
cinco semanas seguidas. Yo soy ese al que amablemente le pedís que por favor no
os vuelva a telefonear porque no os interesa el producto que os ofrezco, y al
día siguiente os vuelvo a molestar repetidas veces hasta que descolgáis. Yo soy
ese al que le decís que tenéis Telefónica, y que no vais a cambiar de operador
hasta que Paquirrín gane el certamen de Mister Universo, y a los diez minutos lo
vuelvo a intentar por si os habéis
arrepentido. Sí, soy un grandísimo hijo de puta, un revienta siestas que no
descansa ni en días festivos. Esta es la salsa del trabajo, llamar a alguien tantas
veces como yo quiera, para ofrecerle algo que no ha pedido. Es la primera vez
en mi vida que tengo la sartén por el mango, y no voy a soltarla.
Tomada de www.lahipocondria.com
Pero esta mañana he abierto los ojos, y he decidido darme
de baja. He tenido que venir a trabajar andando, porque el METRO y la EMT
hacían huelga. Al llegar, me he dado cuenta de que era el único en la empresa:
Pedro Pablo está de baja maternal, Juanlu, Choti y Piru de vacaciones. Justi se
había cogido el día para llevar al médico a su suegra, con la que no se habla
desde que Suárez legalizó el Partido Comunista, y Edilberto tiene por quinta
vez gastroenteritis en la que va de semana, y estamos a martes.
Luego he pensado en mi familia. Mi padre está jubilado y
mi suegro también. Mis cuñados y mis hermanos están prejubilados, menos el
pequeño, que es funcionario y lleva doce de meses de baja por estrés laboral.
Yo le entiendo: Los suplementos dominicales de los periódicos cada vez tienen
más páginas, y al bueno de Chemari no le da tiempo a leerlos todos en el
trabajo, por lo que está atacado de los nervios.
En mi portal, los del primero, segundo y tercero están en
el paro. Los del cuarto, quinto y sexto llevan tanto tiempo sin trabajar, que
ya se han borrado hasta del INEM. El del séptimo A tiene una invalidez total
por artrosis incipiente en la rodilla, y el del séptimo B es crítico de cine, o
sea que le pagan por lo que los demás pagamos, y encima se da el gustazo de
poner a parir el trabajo de otros, aunque él no sería capaz de rodar ni un
video de comunión.
Así que quedamos los del noveno: Iker y yo. Dos hombres y
un destino: Levantar España. La verdad es que él no trabaja mucho desde que es
suplente. Ayer fue padre, y cuando le llamé para felicitarle, me dijo que se
iba a tomar unos días para acompañar a Sara y al niño. Tras colgar, me quedé
pensativo y dije en voz baja: Kike, eres el único gilipollas que queda
trabajando en España. O pides una baja, o vas a pagar tu solito las pensiones,
subvenciones, cuotas, impuestos, tasas y corruptelas de los cuarenta millones
de españoles. Dicho y hecho. ¡Qué os den!”. VanityFreakNews.
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