En España, cuando
palma un miembro ilustre de la bohemia, existe una especie de obligación de
saldar esa deuda moral, ese vacío afectivo, e incluso ese pufo que el farandulero
en cuestión dejó en el bingo la noche antes de morir. Los españoles somos muy
exagerados, porque hemos de reconocer que lo somos. Y en estos homenajes
póstumos se nos va la mano, el antebrazo y casi, casi hasta el hombro.
Lo primero que hacemos es exponer el cadáver en un sitio
público, para que una horda de gente anónima se acerque a dar el último adiós a
alguien que no había visto físicamente en su puta vida. El finado metido en su
féretro con tapa de cristal, parece un Magnum en el mueble de los helados de un
supermercado. Mientras tanto, las familias de extrarradio (abuela del pueblo
incluida) acuden en pleno a llorarlo. No puede faltar la foto de grupo que
inmediatamente es subida al Facebook: “En el velatorio de Rufino Zurdo. Grande
Rufino. Siempre nos quedarán tus películas”.
Después viene el reconocimiento en su patria chica. Lo hacen
hijo adoptivo, hijo predilecto, y si se descuida, hijo de mala madre. Le ponen
su nombre a una calle, qué digo a una, a quince, a la plaza del pueblo, y al
puticlub de carretera que hay en la autovía a Madrid. Rebautizan el pabellón
deportivo multiusos como “Rufino Zurdo
Center”, y todos los niños que nacen en los meses siguientes se llaman Rufino
de Todos los Santos. Así es España, la profunda y la supuestamente superficial.
Luego está la hagiografía personal y profesional. En vida no
se había comido un rosco ni pagando, pero casca y de repente se convierte en el
rompecorazones patrio. Apuntan en su fusil una lista interminable de muescas. Por
supuesto, todas estas conquistas están ya muertas para que tampoco puedan
desmentir semejante infundio. El cadáver del famoso flipa porque piensa: “A
ésta no la conocí, la otra me dio calabazas cada vez que lo intenté, aquella
era lesbiana, ésta otra era la pareja estable de la lesbiana, y la última murió
veinte años antes de que yo naciera. ¡Pero si me he muerto siendo virgen!”.
Si el popular fiambre fue cantante, en toda su carrera probablemente
vendiera alrededor de diez mil discos, incluyendo los que regalaba a la
familia, y los que le gorroneaban los amigos. A menudo repetía aquel mantra de:
“Es que la piratería ha hecho mucho daño a la industria. Las copias ilegales
van a acabar con la música”. Luego en casa, a solas con su conciencia, se
sinceraba y reconocía con naturalidad que ya era en vida era un muerto, pero de
hambre. Nadie se gastaría veinte euros en un CD suyo, pero por cinco eurillos
en la manta, igual hasta lo compraba
alguien. Al mirar a Alejandro Sanz, a Madonna, a Justin Bieber, decía: “Pobre
gente, que existencia tan miserable llevan por culpa de la piratería. A veces tienen
dificultades hasta para llegar a fin de mes”.
Cuando estaba vivo, tenía un humor de perros. No era amable
ni con ese fan incondicional que venía a pedirle un autógrafo, con cara de
haber tenido una aparición mariana. Pero amigo, en cuanto el artista se iba al
otro barrio, ya no era un mal educado desagradecido, sino alguien con personalidad,
y dejaba de ser un borde, para convertirse en un individuo con mucho carácter.
Pues
más o menos esto hubiera ocurrido con nuestro protagonista, de no ser porque se
trataba de una celebridad en USA. Éste es otro rasgo distintivo de los españoles.
Puedes ser una bosta de vaca loca pinchada en una vara podrida por la carcoma,
pero sí has triunfado en el país de Paris Hilton, o nos convences de que has
triunfado (como en su día hizo Ana Obregón), en España eres y serás por siempre
Dios.
Nuestro españolísimo y celebérrimo Nico Ñazos, fue cocinero
antes que fraile. Veterano profesional curtido en la televisión, inventó las sitcom de adolescentes norteamericanos descerebrados.
Hablamos de esas series protagonizadas por actores entrados en la cuarentena,
mediocalvos y regordetes, que interpretan a chavales de entre quince y veinte
años. Los personajes viven en barrios residenciales, porque en la ficción
televisiva no existen los pobres ni las personas normales. Aunque están todo el día de fiesta, luego sacan
matrículas de honor, lo cual no es óbice para que inexplicablemente, siempre
estén en último año de high school o
en primer semestre de universidad. ¿Por qué nunca pasan de curso?
Los padres suelen ser profesionales liberales de reconocido
prestigio, indulgentes con los pecadillos de juventud de su prole, porque: ¿A
quién en su día no se le fue la mano haciendo un juego de rol y acabó quemando
a un abuelete que pasaba por allí? ¿Existe algún americano de bien que en sus
años mozos no guardara un remolque de marihuana en el garaje familiar?
Son gente joven, sanota y con buen fondo. Lo único que
quieren es divertirse un poco. A Nico Ñazos debemos títulos que son historia
viva de la televisión: “Al fornicar en clase”, “Un fornicio adelante”,
“Sensación de fornicar”, o “Fornication Place”, productos que huyen del sexo
fácil, y se han erigido en bastiones de la pedagogía moderna. Que un
adolescente es pillado por sus padres fumándose un porrete, pues se le compra
un Maseratti. Que luego acaba en un centro de desintoxicación, se le compran
dos, para que tenga de quita y pon.
Como era previsible, Nico dió el salto al cine, donde su
talento innovador siguió desarrollándose en proyectos de enjundia creciente. Él
es el culpable, él es el grandísimo hijo de puta que tuvo la infeliz idea de
crear el género del terror adolescente. Películas donde el protagonismo recae
en sacos de hormonas con acné, que como presienten que van a ir muriendo uno
detrás de otro, no se quieren ir al otro mundo sin mojar. Ellos traen de serie pectorales
de gimnasio, y ellas, de quirófano. Son largometrajes absolutamente previsibles.
Los miembros de este ejército de anencéfalos van cayendo como chinches hasta
que queda sólo uno, el más gilipollas, que acaba muriendo igual. Todo ello
regado con unas gotitas (más bien bidones) de sexo explícito pero inocente. Los
personajes son exterminados con profusión de vísceras y sangre. No queda nadie,
pero eso no importa: Siempre habrá una precuela, una segunda parte, una tercera
y las que hagan falta si la taquilla responde.
Films independientes como “No debes hacerlo ahí”, “Tú no,
negro”, “Helarte de morir”, “Una de zombis y dos de bravas”, o “Ouijaaaaaa:
relincho infernal”, propiciaron que los cazatalentos de Hollywood echaran sus
redes sobre Nico Ñazos. Le hicieron una proposición que no pudo rechazar:
Dirigir “Fast and furious 57”, nueva entrega de la exitosa y longeva saga. Sólo
le pusieron dos condiciones: La primera, darle la enésima oportunidad a Elsa
Pataky, que gracias a su talento, tesón, y una musculatura buccinadora
privilegiada, capaz de succionar compulsivamente objetos alargados a tres
ciclos por segundo, había pasado en pocas décadas de ser una horrorosa actriz a
ser una actriz horrorosa. La segunda, Nico Ñazos era un nombre cacofónico y muy
poco comercial para un director estrella. A partir de ahora sería conocido en
España y en el mundo como Kleen Exbud.
Y así se presentó en Hollywood el bueno de Nico, con una
mano delante y otra detrás, que ya le habían avisado sus amigos del pueblo que
se anduviera con ojo, porque en el Olimpo del cine más de uno querría ponerlo
mirando a La Meca. Rodó un “Fast and furious” cada año durante veinticinco
años, hasta que llegó un día que harto de la Pataky, le espetó al productor: “O
ésta o yo”. A lo que el ejecutivo contestó: “Si tú te ves capacitado para
hacerme las cosas que me hace ella, te quedas, si no, mi coche te llevará al
aeropuerto”.
Nico, como todos los de su pueblo, era muy tozudo y
orgulloso. Sin mediar palabra, dio un portazo y se fue a buscar a la Pataky
para echar el último caliqueño, “por los viejos tiempos”. Volvió a España, y en
la soledad de su Prádenes de Lozoya natal, mientras observaba a dos perros
pelearse con ira injustificada, tuvo otra idea genial. Haría lo que nadie hasta
ahora había hecho en España: una película sobre nuestra Guerra Civil. Fue la
cinta más taquillera de la historia del cine español, mereciendo los parabienes
de crítica y público. Ganó todos los premios imaginables (incluido el de mejor
actriz para Elsa Pataky). Así, el gran Nico Ñazos se convirtió en el primer y
último artista español en ser profeta en su tierra. VanityFreakNews.
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