domingo, 6 de octubre de 2013

Un artista español es profeta en su tierra.

       En España, cuando palma un miembro ilustre de la bohemia, existe una especie de obligación de saldar esa deuda moral, ese vacío afectivo, e incluso ese pufo que el farandulero en cuestión dejó en el bingo la noche antes de morir. Los españoles somos muy exagerados, porque hemos de reconocer que lo somos. Y en estos homenajes póstumos se nos va la mano, el antebrazo y casi, casi hasta el hombro.



Lo primero que hacemos es exponer el cadáver en un sitio público, para que una horda de gente anónima se acerque a dar el último adiós a alguien que no había visto físicamente en su puta vida. El finado metido en su féretro con tapa de cristal, parece un Magnum en el mueble de los helados de un supermercado. Mientras tanto, las familias de extrarradio (abuela del pueblo incluida) acuden en pleno a llorarlo. No puede faltar la foto de grupo que inmediatamente es subida al Facebook: “En el velatorio de Rufino Zurdo. Grande Rufino. Siempre nos quedarán tus películas”.

Después viene el reconocimiento en su patria chica. Lo hacen hijo adoptivo, hijo predilecto, y si se descuida, hijo de mala madre. Le ponen su nombre a una calle, qué digo a una, a quince, a la plaza del pueblo, y al puticlub de carretera que hay en la autovía a Madrid. Rebautizan el pabellón deportivo multiusos  como “Rufino Zurdo Center”, y todos los niños que nacen en los meses siguientes se llaman Rufino de Todos los Santos. Así es España, la profunda y la supuestamente superficial.

Luego está la hagiografía personal y profesional. En vida no se había comido un rosco ni pagando, pero casca y de repente se convierte en el rompecorazones patrio. Apuntan en su fusil una lista interminable de muescas. Por supuesto, todas estas conquistas están ya muertas para que tampoco puedan desmentir semejante infundio. El cadáver del famoso flipa porque piensa: “A ésta no la conocí, la otra me dio calabazas cada vez que lo intenté, aquella era lesbiana, ésta otra era la pareja estable de la lesbiana, y la última murió veinte años antes de que yo naciera. ¡Pero si me he muerto siendo virgen!”.

Si el popular fiambre fue cantante, en toda su carrera probablemente vendiera alrededor de diez mil discos, incluyendo los que regalaba a la familia, y los que le gorroneaban los amigos. A menudo repetía aquel mantra de: “Es que la piratería ha hecho mucho daño a la industria. Las copias ilegales van a acabar con la música”. Luego en casa, a solas con su conciencia, se sinceraba y reconocía con naturalidad que ya era en vida era un muerto, pero de hambre. Nadie se gastaría veinte euros en un CD suyo, pero por cinco eurillos en la manta, igual hasta lo compraba alguien. Al mirar a Alejandro Sanz, a Madonna, a Justin Bieber, decía: “Pobre gente, que existencia tan miserable llevan por culpa de la piratería. A veces tienen dificultades hasta para llegar a fin de mes”.

Cuando estaba vivo, tenía un humor de perros. No era amable ni con ese fan incondicional que venía a pedirle un autógrafo, con cara de haber tenido una aparición mariana. Pero amigo, en cuanto el artista se iba al otro barrio, ya no era un mal educado desagradecido, sino alguien con personalidad, y dejaba de ser un borde, para convertirse en un individuo con mucho carácter.

         Pues más o menos esto hubiera ocurrido con nuestro protagonista, de no ser porque se trataba de una celebridad en USA. Éste es otro rasgo distintivo de los españoles. Puedes ser una bosta de vaca loca pinchada en una vara podrida por la carcoma, pero sí has triunfado en el país de Paris Hilton, o nos convences de que has triunfado (como en su día hizo Ana Obregón), en España eres y serás por siempre Dios.
 
 

Nuestro españolísimo y celebérrimo Nico Ñazos, fue cocinero antes que fraile. Veterano profesional curtido en la televisión, inventó las sitcom de adolescentes norteamericanos descerebrados. Hablamos de esas series protagonizadas por actores entrados en la cuarentena, mediocalvos y regordetes, que interpretan a chavales de entre quince y veinte años. Los personajes viven en barrios residenciales, porque en la ficción televisiva no existen los pobres ni las personas normales. Aunque  están todo el día de fiesta, luego sacan matrículas de honor, lo cual no es óbice para que inexplicablemente, siempre estén en último año de high school o en primer semestre de universidad. ¿Por qué nunca pasan de curso?

Los padres suelen ser profesionales liberales de reconocido prestigio, indulgentes con los pecadillos de juventud de su prole, porque: ¿A quién en su día no se le fue la mano haciendo un juego de rol y acabó quemando a un abuelete que pasaba por allí? ¿Existe algún americano de bien que en sus años mozos no guardara un remolque de marihuana en el garaje familiar?
 
 

Son gente joven, sanota y con buen fondo. Lo único que quieren es divertirse un poco. A Nico Ñazos debemos títulos que son historia viva de la televisión: “Al fornicar en clase”, “Un fornicio adelante”, “Sensación de fornicar”, o “Fornication Place”, productos que huyen del sexo fácil, y se han erigido en bastiones de la pedagogía moderna. Que un adolescente es pillado por sus padres fumándose un porrete, pues se le compra un Maseratti. Que luego acaba en un centro de desintoxicación, se le compran dos, para que tenga de quita y pon.

Como era previsible, Nico dió el salto al cine, donde su talento innovador siguió desarrollándose en proyectos de enjundia creciente. Él es el culpable, él es el grandísimo hijo de puta que tuvo la infeliz idea de crear el género del terror adolescente. Películas donde el protagonismo recae en sacos de hormonas con acné, que como presienten que van a ir muriendo uno detrás de otro, no se quieren ir al otro mundo sin mojar. Ellos traen de serie pectorales de gimnasio, y ellas, de quirófano. Son largometrajes absolutamente previsibles. Los miembros de este ejército de anencéfalos van cayendo como chinches hasta que queda sólo uno, el más gilipollas, que acaba muriendo igual. Todo ello regado con unas gotitas (más bien bidones) de sexo explícito pero inocente. Los personajes son exterminados con profusión de vísceras y sangre. No queda nadie, pero eso no importa: Siempre habrá una precuela, una segunda parte, una tercera y las que hagan falta si la taquilla responde.
 
 

Films independientes como “No debes hacerlo ahí”, “Tú no, negro”, “Helarte de morir”, “Una de zombis y dos de bravas”, o “Ouijaaaaaa: relincho infernal”, propiciaron que los cazatalentos de Hollywood echaran sus redes sobre Nico Ñazos. Le hicieron una proposición que no pudo rechazar: Dirigir “Fast and furious 57”, nueva entrega de la exitosa y longeva saga. Sólo le pusieron dos condiciones: La primera, darle la enésima oportunidad a Elsa Pataky, que gracias a su talento, tesón, y una musculatura buccinadora privilegiada, capaz de succionar compulsivamente objetos alargados a tres ciclos por segundo, había pasado en pocas décadas de ser una horrorosa actriz a ser una actriz horrorosa. La segunda, Nico Ñazos era un nombre cacofónico y muy poco comercial para un director estrella. A partir de ahora sería conocido en España y en el mundo como Kleen Exbud.

Y así se presentó en Hollywood el bueno de Nico, con una mano delante y otra detrás, que ya le habían avisado sus amigos del pueblo que se anduviera con ojo, porque en el Olimpo del cine más de uno querría ponerlo mirando a La Meca. Rodó un “Fast and furious” cada año durante veinticinco años, hasta que llegó un día que harto de la Pataky, le espetó al productor: “O ésta o yo”. A lo que el ejecutivo contestó: “Si tú te ves capacitado para hacerme las cosas que me hace ella, te quedas, si no, mi coche te llevará al aeropuerto”.
 
 

Nico, como todos los de su pueblo, era muy tozudo y orgulloso. Sin mediar palabra, dio un portazo y se fue a buscar a la Pataky para echar el último caliqueño, “por los viejos tiempos”. Volvió a España, y en la soledad de su Prádenes de Lozoya natal, mientras observaba a dos perros pelearse con ira injustificada, tuvo otra idea genial. Haría lo que nadie hasta ahora había hecho en España: una película sobre nuestra Guerra Civil. Fue la cinta más taquillera de la historia del cine español, mereciendo los parabienes de crítica y público. Ganó todos los premios imaginables (incluido el de mejor actriz para Elsa Pataky). Así, el gran Nico Ñazos se convirtió en el primer y último artista español en ser profeta en su tierra. VanityFreakNews.

No hay comentarios:

Publicar un comentario