Tom Tolaba es sinónimo de tendencia.
No tenemos noticia de cómo prosperó hasta convertirse en el gurú de la moda
mundial, pero Tom dicta cada temporada lo que es in y lo que es out. Él decide
arbitrariamente quién debe ser la it girl
del momento, y qué niña tonta debe destronar a la niña tonta previa.
Un comentario intrascendente de
Tom en el front row de un desfile,
puede suponer la ruina de un diseñador, o la coronación de otro. Es admirado y
temido a partes iguales. El simple anuncio de su presencia en un show room, indica que algo gordo se está
gestando (y no nos referimos a que la madre de Falete vuelva a estar
embarazada). Resulta sorprendente que un señor de edad avanzada, medio calvo,
miope, regordete, y que apenas sobrepasa el metro sesenta con alzas, sea el
referente estético de millones de personas en todo el mundo. Así lleva
ocurriendo desde hace una década, y no tiene visos de cambiar.
Tom Tolaba ha reconocido que las
grandes ideas le sobrevienen cuando está sudando en el giñasio. Efectivamente, no
cuando levanta pesas como un autómata, sino cuando está apretando de lo lindo
en el cuarto de baño. Y es que al parecer, va estreñido desde chiquitito. Su
método de trabajo no es la inspiración divina, sino la inspiración forzada con
la glotis cerrada, maniobra ancestral para favorecer el reflejo fisiológico de
la defecación. Para tan ardua y productiva labor, Tom siempre va provisto de la
prensa rosa de la semana. Primero la lee, y luego se limpia con ella el tercer
ojo.
Así fue como una fría tarde de Diciembre, media
hora después de dar buena cuenta de un cocido madrileño de tres vuelcos, Tom se
dirigió con puntualidad británica a su habitual reunión postprandial con la
taza del water. Entre deflagración y deflagración, y mientras externalizaba el
cocido, el tonto de Tom Tolaba decidió que el verano siguiente, todo varón que
quisiera ser trendy, tendría que
lucir un bañador fardahuevos en sus
escapadas a la playa o a la piscina. ¡Qué grandísimo hijo de puta!
Como no podía ser de otra manera, el culpable de este atentado estético,
fue un futbolista, y además uno de los más grandes, don Andrés Iniesta. El
héroe de Sudáfrica, el jugador que nos dio la gloria de ganar un mundial, se
convirtió sin saberlo en fuente de todas nuestras desdichas. Porque un fardahuevos, además de ser
extremadamente hortera, es incomodísimo. Cualquiera que haya llevado la
masculinidad constreñida por una de estas prendas infames, sabe de lo que
estamos hablando.
El bueno de Iniesta se había ido con su churri a pasar unos días
a una playa paradisíaca, para descansar de la durísima vida de futbolista. Al
parecer, en Barcelona no sólo se dejaron las maletas, sino también el buen
gusto. Desde Úrsula Andress emergiendo del mar en "007 contra el Dr.
No", ataviada con un sucinto (para
la época) bikini blanco, no habíamos vivido otra salida/entrada del agua con
tanto glamour.
El bañador del genio de
Fuentealbilla era extremadamente pequeño, incluso más que el de la Andress.
Pero con ser esto malo, no era lo peor. Lo verdaderamente sangrante era el
estampado imposible de la prenda en cuestión. Indefinible, horroroso, gicho.
Algún alma pura apuntó que el dibujo era un repelente para los tiburones.
Desconocemos este particular, pero lo que sí es cierto
es que la foto era el antídoto contra la lujuria. ¡Dios bendito! Diez años en
una isla desierta con Iniesta así desvestido y ni un mal pensamiento
libidinoso. Melena al viento, barba a medio crecer, piel blanco aspirina, y
tableta de chocolate abdominal, suponemos que deglutida, aunque sin rastro
externo visible del cacao.
El gran pelotero español, fue
inmortalizado de esta guisa por un paparazzi, que posteriormente vendió el
reportaje gráfico a la revista “¡Qué me dices!”, uno de cuyos ejemplares,
aterrizó por desgracia en el cuarto de baño de Tom Tolaba. Como buen gurú, Tom desprecia
al hombre en general y odia a la mujer en particular. Sólo así se pueden
explicar el binomio blazer-vaqueros, los
bañadores hasta el tobillo, el flequillo a lo “Cuéntame”, y las gafas de pasta
para ellos; así como las faldas tubo, las faldas maxibraga, los zapatos
chupamelapunta, los tacones de plataforma, y el estampado de guepardo para
ellas.
Por no hablar del peso. ¿De verdad
alguna mujer piensa que a los hombres normales nos atraen los ideales de belleza que salen en la
televisión? El macho ibérico, al igual que el neozelandés, es un fanático de la
carne: Poco hecha, pasada o al punto, pero carne al fin y al cabo. Esto les
ocurre hasta a los varones vegetarianos.
El pescado es preferible que se
quede en el mar que es su hábitat natural, por mucho que el Tom Tolaba de turno
se empeñe en que todas las mujeres sean como Kate Moss. No es que “ellos las prefieren
gordas, gordas y apretás”, como cantaba la Orquesta Mondragón de Javier Gurruchaga en los ochenta.
Pero al género masculino le gusta tener donde agarrarse (por si pierde el
equilibrio), y si puede elegir, se decanta por las carreteras sinuosas plagadas
de curvas, en vez de esas autopistas rectas interminables donde te duermes
conduciendo de puro aburrimiento.
En este tema, el consenso es
amplio. El españolito medio, ya sea product
manager o albañil, siempre rebuzna ante una buena grupa. Jamona, jaquetona
y caballona son palabras desafortunadas y peyorativas, pero constituyen el
ideal de belleza real del imaginario masculino, y no la mierda que nos quieren
vender, desde los oráculos de la moda.
Muchas veces hemos oído en boca de
una mujer eso de: “Llegada a cierta edad, tienes que elegir entre tener cara o
tener culo”. Allá cada cual, pero cuánto daño está haciendo el tofu en las
relaciones de pareja. La vida es alegría y una de las mayores alegrías es un
buen cañonazo de potaje. Y es que no hay cosa más triste que pasear un día
cualquiera por la Milla de Oro de Madrid. Vista una mujer, ya has visto a
todas: Cuarenta y cinco kilos escurridos, melena rubia teñida con cejas negras naturales,
todas las cirugías estéticas que el lector pueda imaginar, taconazos, jeans
gastados y ajustados como una segunda piel, blusa entallada preferiblemente
blanca y desabrochada para enseñar todo sin que se vea nada, joyas pocas y
discretas, cara de todomehueleamierda,
y por encima de todo, una expresión facial de malfollada que no puede con ella.
Naturalmente, “Nosotras parimos,
nosotras decidimos”, y ningún hombre tiene derecho a opinar sobre cómo tiene
que vestir o cuánto tiene que pesar una mujer, aunque sea la suya. Si la fémina
en cuestión se siente deseada y superatractiva, pareciendo un ultracongelado de
La Sirena, adelante.
Pero a quien pueda interesar: El
cien por cien de los hombres que conozco, entre cara y culo, elegirían siempre
lo segundo. Palabra de macho español. VanityFreakNews.
P.D.: Si
mi otra mitad quiere que sea trendy, yo me compro un fardahuevos como el de
Iniesta y arreglado. Aunque conociéndola
como la conozco, creo que no tendré que pasar por ese luctuoso trance, y podré
seguir llevando mis bermudas habituales. Bufffff.
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