Hay
personas que nacen con estrella, y personas que nacen estrelladas. Guadalupe
Dorra pertenece al segundo grupo. Su absoluta carencia de belleza física hizo que
desde la más tierna infancia, viviera marginada. Año tras año, ganaba de calle
el concurso “Patito feo de la clase”. No era fea, era compleja de observar.
Con
ser este un problema trascendental de cara a la integración de Lupe en su medio
biopsicosocial, la niña tenía otro rasgo distintivo que marcaría indeleblemente
su forma de relacionarse con otras personas. Padecía meteorismo. No hablamos de
algún pedete furtivo. No nos referimos a un gasecillo sin malicia y emitido de
soslayo, como quien no quiere la cosa.
Guadalupe era una máquina
entrenada para matar. A las pocas horas de nacer, y mientras expulsaba el
meconio, se estrenó en su faceta de francotiradora. El resultado fue la
amputación traumática del miembro superior derecho de su madre, a la altura del
tercio distal del antebrazo. El pediatra nunca pudo introducir en su dieta legumbres
u hortalizas. De igual forma, tenía prohibidas las bebidas con gas.
Ella se sentía distinta,
y los niños, con esa crueldad tan inmisericorde de la que a menudo hacen gala,
no dudaban en recordárselo constantemente. Jugando al escondite perdía casi
siempre, porque el sonido de su incesante tránsito intestinal, hacía las veces
de GPS, y delataba su posición con precisión matemática. En clase de gimnasia,
paraba de correr antes de empezar, porque desarrollaba flato anterógrado. Ya
siendo mocita, en las discotecas, la gente dejaba alrededor de ella un
perímetro de seguridad de cinco metros en las piezas lentas, y de diez a quince
si la música era reggaeton.
Poco a poco, fue forjando
una personalidad reservada, reservada a ser una paria social, un despojo humano,
un desecho de tienta. Su destino era caminar por el mundo en soledad, con la
única compañía de su hedionda vida interior. Estudió Imagen y Sonido, donde sus
cualidades saltaban al oído. Sus profesores de prácticas padecieron sus
habilidades físicas, y no dudaron en encauzar su futuro profesional hacia el
mundo del cine.
Durante un tiempo, no
hubo película bélica o de catástrofes naturales, donde no participara Lupe. El
sonido directo cada vez se emplea menos, por lo que hay que grabar las voces, la
música, y los ruidos en estudio. Gracias al talento no tan oculto de la Dorra,
sobrenombre por el que era conocida en el mundillo, en la pantalla cobraban
vida tiroteos, explosiones, terremotos, erupciones volcánicas, y tsunamis varios.
Su trabajo en la remasterización de “Armageddon” le valió una nominación al
Oscar, y un apercibimiento de cierre del estudio de grabación por parte de los
inspectores de Sanidad, que determinaron que aquella atmósfera irrespirable era
perjudicial para la salud.
Un productor estaba
preparando una película sobre el Big Bang, y tanteó a Lupe, que ya tenía caché
de estrella. Firmó el contrato, y sin preaviso, desapareció dos días antes del
comienzo del rodaje. Su cuentas de las redes sociales fueron borradas, su
celular estaba apagado, el fijo descolgado, y su nombre no figuraba entre los
ingresos urgentes de ningún hospital. La última esperanza es que estuviera
alojada en un hotel de Zahara de los Atunes, que es donde dicen que van todos los
famosos españoles para aislarse del mundo. Aquello no es tan grande, así que como
le leyenda urbana sea cierta, Zahara debe parecer el metro en hora punta. Lupe Dorra se había esfumado como un pedo en
el aire. Ni siquiera había dejado estela.
De inmediato, un nutrido grupo de paparazzi se
apostó a las puertas de la residencia de la estrella, un chalet ubicado en la
urbanización de lujo El Minarete del Chambelán, en Paracuellos del Jarama. Ya
lo decía mi abuela Saturnina: “Hijo mío, si quieres que algo no se sepa, no se
lo cuentes a nadie”. Por ahí vino la perdición de Lupe. Al fin y al cabo,
Paracuellos sigue siendo un pueblo, y en los sitios pequeños todo se sabe. Sobre
todo si tu vecino es Paco Tilla, un militar que trabajó en el CNI, y
actualmente está en la reserva por discapacidad visoauditiva. Nadie se tira un
pedo en Paracuellos sin que él levante acta notarial. Paco es el hombre que lo
sabe todo de todos.
Y por unos eurillos,
cantó la gallina: “La Lupe está viva, y fuera de peligro. Está ingresada en un
hospital madrileño, recuperándose de las lesiones. La presión de la fama ha
podido con ella, y se ha intentado suicidar. Había cuidado hasta el último
detalle de su macabro plan. Compró esta mansión, y ordenó insonorizar el
sótano, con la excusa de que quería tener un estudio de grabación en casa. Después
mandó a una de las chicas del servicio a comprar veinte latas de fabada
Litoral, un kilo de coles de Bruselas y una botella de cinco litros de agua con
gas. Merendó ligero, y se preparó espiritualmente para la gran traca final.
Hizo un barrido por Spotify, y seleccionó la música ambiente para la ocasión:
Leonard Cohen, Madredeus, y unos duetos unplugged
de María Dolores Pradera y Carlos Cano. Telefoneó a su exsuegra, para
reconocerle que nunca la había soportado; le mandó un SMS a su jefe, para
decirle que era un cornudo; y le escribió un whatsapp con su cuñada para confesarle que el incendio del piso que
ésta tenía en la playa, había sido provocado.
La casa estaba en
silencio. Había dado la noche libre a los criados. Bajó al sótano. Devoró las
judías y su guarnición de coles, mientras daba grandes tragos de agua. Una vez
finalizada la última cena, se sentó en posición de meditación, y dejó el
cerebro en modo off, alcanzando el grado de máxima introspección. Abrió una
botella grande de sidra “El Gaitero”, y tras dar buena cuenta de ella, utilizó
el corcho para taponarse el culo. Era cuestión de tiempo y de que el
catabolismo siguiera su curso. Aproximadamente dos horas después llegó el
momento de la gran explosión. Fue como una demolición controlada, pero hacia
dentro.
Yo asistía a la escena
desde el ordenador de mi casa, ya que tengo hackeada la señal del circuito de
cámaras de seguridad del chalet. La premura de mi actuación salvó la vida de
Lupe. La evacué en mi propio coche hasta el centro hospitalario más cercano. La
fortuna quiso que esa noche, el jefe de hospital fuera el afamado doctor Jaime
Latoco Poco, el único amigo que me queda de la infancia.
El doctor reconoció que aunque
el equipo de Cirugía estaba curtido en mil batallas, no había visto nunca un
caso semejante. Las lesiones internas habían sido devastadoras, y las
estructuras anatómicas se encontraban en un estado irreconocible, amén del
hedor insoportable que desprendía el campo quirúrgico. No sabían como
reconstruir aquel amasijo de vísceras, músculos y nervios. Anastomosaron y
cosieron por donde pudieron, guiándose más por el instinto, que por su vasta
formación anatómica. El resultado fue manifiestamente mejorable, pero con
aquellos mimbres, no se podía hacer mejor cesto.
Los cirujanos expertos
coinciden en que una vez que abres un cuerpo, siempre te llevas algo por delante. La
pobre Lupe no tuvo suerte ni para ver cumplido su último deseo. Vivió el resto
de sus días orinando por la axila derecha, comiendo por el ombligo, y sonándose
por el ano. Al menos en este último punto, salió ganando al cambiar
ventosidades por mocos. Genio y figura, sus primeras palabras al despertar de
la anestesia fueron: Tengo sed, ¿Me podrían traer un refresco con gas, por
favor? VanityFreakNews.
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