domingo, 3 de marzo de 2013

El alunizaje triunfa como forma de parking low cost.

   

Desde que semos uropeos, nuestros retoños saben hablar cualquier lengua, viva o muerta, excepto castellano. El pichinglish y el espanglish se han convertido en un idioma supranacional. Así las cosas, lo que toda la vida de Dios se ha conocido como "ahorrarse un duro", ahora se denomina low cost. Pues bien, la suma de low cost e impuestos, se llama picaresca.

 

Oscar Adura es un español en peligro de extinción. Pertenece a ese grupo de machos viriles que no alegaban alergia para evitar ir a la mili. Se trata de patriotas que se cuadran cuando suena el himno nacional antes de un partido de la selección (de fútbol, por supuesto: El resto de deportes son afeminados). Hablamos de protohombres que piensan que su jefe es un niñato enchufado que no tiene ni puta idea de nada. Nos referimos a mastuerzos carpetovetónicos que se niegan a hacerlo con preservativo, "porque se pierde sensibilidad".

 

Pero lo que nunca ha sido, ni será Oscar, es un gilipollas. El día que el Ayuntamiento anunció la implantación del SER (Servicio de Estacionamiento Regulado), se prometió a sí mismo que nunca pagaría un céntimo por aparcar en la calle. Volvió a utilizar su cerebro después de veinte años de inactividad, y diseñó varios planes, cada uno con más lagunillas que el anterior. El primer día se quedó toda la noche dando vueltas con el coche alrededor de la urbanización. Se ahorró el ticket, pero se gastó medio sueldo en gasolina, y a la mañana siguiente se arrastraba de sueño. Fracaso.

 

El segundo pensó: “Pues me voy a Alicante. Allí nunca hay problema para aparcar, y además así le doy una vuelta a la casa, que hace meses que no vamos”. Dicho y hecho, encontró sitio nada más llegar en primera línea de playa. Todo parecía perfecto, excepto que tuvo que desalojar a un grupo de okupas: “El verano pasado, mi mujer le había dejado las llaves a su familia para que pasaran unos días. Con razón no cogían el teléfono de Madrid, como que se habían hecho fuertes en el apartamento, los muy cabrones”. Encima, a la vuelta había un atasco monumental en la entrada a Madrid, por lo que llegó tarde a trabajar. Poco práctico.
 
 
 

 
El tercer día resucitó: Decidió ir a trabajar en transporte público, pero al ir a comprar un metrobús, se percató de que en su tarjeta de crédito no quedaba tanto dinero. Tuvo que ir al banco y solicitar una ampliación de la hipoteca, que le fue denegada, porque a partir de una cantidad tan importante, necesitaba aval. Fiasco.

 

El cuarto intento creyó haber encontrado la solución definitiva. En vez de dejar el coche en la calle se lo subiría a casa en el ascensor y lo dejaría en el cuarto de su suegra, junto al brasero. La idea era buena, pero el puto spoiler trasero del vehículo se atascaba en la puerta del portal, y no entraba. Decepción.

 

El quinto día se hizo la luz. Mientras conducía hacia su hogar, la radio alertaba sobre el aumento de los robos en comercios mediante el procedimiento de empotrar un coche en el escaparate. Dicho y hecho. Al llegar a casa, se paró frente a El Corte Chino, un pequeño supermercado situado en los bajos de su torre. Aceleró todo lo que permitía su coche de tercera mano, y… ¡Catacrash! Salió tambaleándose, pero con la satisfacción interna de haber conseguido aparcar. “Esto si que es un buen alunizaje, y no la mierda trucada que hizo el Neil Armstrong”.
 
 
 

 
Miró a su alrededor, y pensó: "Pues ya que estoy aquí, voy a hacer la compra. Al dueño no le va a costar un euro, porque se lo paga el seguro, y a mí me apaña". Llamó a su mujer y le dijo: “Cari, no prepares cena, que hoy cocino yo, pídeme la delicaestresen que quieras”. Cuando subió a casa, cargado como una mula, le enseñó a la Yoli su preciado botín, convencido de que se quedaría sorprendida de sus dotes de shopper: "Pero si todo lo que traes está caducado". "¡Será cabrón el chino! Si es que somos unos quijotes. Les dejamos vivir en nuestro país como si fueran personas, les permitimos trabajar, y nos lo agradecen engañándonos. Así va España", contestó Oscar.  “No me divorció porque no tenemos dinero para el abogao. Anda, saca a mi madre a la calle que se lo va a hacer en la moqueta. Y date prisa que os quita el árbol el perro de los del sexto izquierda”, respondió la Yoli sin apartar la mirada de la tele, donde reponían Modern Family.

 

Transcurrieron las semanas, y el alunizaje empezó a ser práctica habitual. Algunos vendedores optaron por emplear cristales blindados en sus comercios. Otros se decantaron por quitar las lunas de los ventanales, para facilitar la maniobra de aparcamiento. Un grupo de inmigrantes sorianos se estableció en el barrio. Como no había trabajo, empezaron a ejercer de gorrillas, para ganarse el pan. Cada uno elegía una tienda y se pegaba a su cristalera como si de un Spiderman cañí se tratara. Luego, al caer la noche, alquilaba su cristal al mejor postor.
 
 
 

 

Oscar gozaba de un grado de popularidad como nunca antes había tenido. En una barbacoa extraordinaria, fue proclamado líder espiritual de los Empotracoches del Séptimo Día, organización cuasi religiosa sin ánimo de lucro, que pronto se extendió por todas las capitales de provincia del estado español.

 

Una noche cualquiera, Óscar volvía exhausto después de una interminable jornada de trabajo. Por desgracia, se encontró con Jamal, el alquilado del quinto. Éste, con su sempiterna media sonrisa, tuvo a bien explicarle que podía aparcar en la calle en zona verde, si se sacaba la tarjeta de residente. Era conocido como “El informático”, porque siempre tenía información de todo y de todo el mundo. Óscar no soportaba a este pseudopijo, pseudointelectual, y cretino (sin pseudo delante) de profesión. En el buzón ponía: Jamal Oliente, ingeniero técnico aeronáutico. Nadie en la urbanización sabía que había de cierto en esto, pero no había dudas respecto a que estaba casado con un portaviones, el Begoña, buque insignia de la Armada Española.
 
 
 

 
Jamal es de esa clase de gente que suele tener la respuesta para la pregunta que no le has hecho, que sólo te habla de fútbol el día que ha perdido tu equipo, que te pregunta en que trabajas cada vez que coincides con él en el ascensor, y que todas las tardes sin excepción, cuando los niños están jugando en las zonas comunes te dice "¿Qué tiempo tiene tu hijo?". Tú te quedas mirando derrotado, y sin fuerzas para contestar: "El mismo que la tuya, tontolculo, que por algo se bautizaron el mismo día".

 

 Lo peor es que le cae bien a tu suegra, porque dice que es un caballero español. Todo lo demás se lo acabarías perdonando, pero todo hombre que se precie tiene un principio en la vida absolutamente innegociable: “Los amigos de tu suegra son tus enemigos”. VanityFreakNews.

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