Ramón
Tañero es el máximo exponente del alpinismo a nivel mundial. Con seis meses de
edad, se subía sólo a la trona. Con año y medio, alcanzaba la mirilla de la
puerta de casa, para espiar a sus vecinas. Y con tres, trepaba hasta el altillo
de la alcoba de sus padres, donde su progenitor guardaba las revistas guarras.
Ya en la adolescencia, fue el primero en coronar desnudo y sin oxígeno el Cerro
Garabitas, cota elevada sobre el nivel del mar la friolera de 677 metros.
Posteriormente vendría la gloria. Ganó
por oposición una plaza de oficial administrativo de tercera en Correos, y lo
destinaron a Guadalajara. El trabajo era cómodo, pero demasiado tranquilo para alguien
con espíritu aventurero. Consumía los
días, mientras hacía escalada libre por las montañas de cartas y paquetes allí
almacenadas. La calefacción permanentemente estropeada, y el frío alcarreño,
generaban unas condiciones climatológicas similares a las de un entrenamiento
real. Aquel paraje inhóspito, incompatible con la vida, nada tenía que envidiar
al de esos colosos de la naturaleza que tiempo después Ramón conquistaría.
Pidió una excedencia, mandó a la mujer y a los niños a casa de los suegros, en el pueblo, y comenzó a forjar su
leyenda. Uno a uno, fue superando en pelota picada los catorce ochomiles: Everest, K2, Kanchenjunga,
Lhotse, Makalu, Cho Oyu, Dhaulagiri, Manaslu, Nanga Parbat, Annapurna,
Gasherbrum I, Broad Peak, Gasherbrum II, y por último, el temido y no tan
conocido, Shisha Pangma.
Fama y dinero llegaron sin preaviso a
la vida de Ramón Tañero. Se trajo a la mujer y a los niños del pueblo, y se
entregó a la molicie, aplicándose con fruición a su nueva faceta de figura pública.
Pero el reposo del guerrero siempre es temporal. Su pecho albergaba un corazón
salvaje que tarde o temprano empezaría a latir de nuevo. Así ocurrió una mañana
de domingo, mientras leía con desgana el periódico: Cumbre G20, Los Cabos (México).
¿Una montaña nueva? ¿Un pedazo de Olimpo por colonizar? Ya veía los titulares
de la prensa internacional: Ramón, on the road again. Lo primero, vuelta otra
vez la mujer y los niños al pueblo. Lo segundo, mandar un tuit
a He Lao, su sherpa tibetano de confianza, que ahora vivía en Mijas, donde se
ganaba la vida con el alquiler de burro-taxis. Lo tercero, coger el primer
vuelo que encontraron con destino a México.
El resto es historia, como se puede leer en su autobiografía
no autorizada: “Llegamos a México D.F. a media tarde. Cuarenta y cinco grados a
la sombra. El pobre He Lao estaba derretido, así que lo mandé al hotel. Salí a
la calle convenientemente despelotado, y me llamó la atención que por todas
partes veía carteles con la leyenda Cumbre G20 Los Cabos. Sin darme cuenta
acabé a la puerta de un edificio altísimo, que me recordaba vagamente al
Makalu, cuando se sube por la cara sur. Seguí la flecha, y de repente, dos tipos
muy mal encarados, con auriculares y gafas de sol, se me echaron encima.
Enseguida entendí la situación: Eran los sherpas de la competencia, que querían
boicotear mi ascensión. Empezaron a hacer gilipolleces como si supieran artes
marciales. Esnobismos europeístas. Una buena patada en los cojones por barba, y
ni fujitsu ni leches. Aquellos
pardillos quedaron fuera de combate, y con ello, sus mujeres sexualmente
insatisfechas, durante una temporadita. Se abrió el ascensor. Entré decidido.
Casi sin tiempo para que se cerrara la puerta, aquello empezó a elevarse como
la prima de riesgo cada vez que el gobierno anuncia medidas para resolver la
crisis. Tercera, sexta, décima, iba subiendo plantas a toda velocidad. Hay que
joderse con la modernidad. Toda la vida de Dios, la ley de la montaña ha sido
la que ha sido, y ahora los sherpas llevan traje, subes al campamento base en
ascensor, y hay aire acondicionado. A bote pronto, de forma rápida y graciosa,
como yo razono, concluí que por ese camino nos cargábamos el montañismo.
Planta vigésimo quinta: ¡Cumbre G20! Se abre la puerta y
aparece una sala enorme con una mesa oval gigantesca, y veinte personas muy
serias, sentadas cada una al lado de una bandera. No daba crédito. Yo, el más
grande alpinista de todos los tiempos, era el vigésimo primero en coronar
aquella cima. Mi hombría se vino abajo, e inicialmente no me preocupó, porque
cuando estás a mucha altura, las partes acras son las que tienen mayor riesgo
de congelación, y sólo faltaba que por una erección a destiempo se me quedara
el miembro en modo hibernación. Saqué de la mochila mi rojigualda, la enseña
nacional de ese gran país sin mácula llamado Esssspaña, y cuando me disponía a
clavarla en el centro de la mesa, reconocí al mismísimo presidente Rajoy. Me
quedé pasmado, y lo único que se me ocurrió fue empezar a ondear mi bandera
mientras cantaba ¡Yo soy españoooool, españooool, españooool, españooool! Se
abalanzaron sobre mi otros cinco sherpas trajeados, y no tuve más remedio que
aplicarles la misma medicina que a los anteriores. No entendía nada. Me estaban
esperando en la cumbre, los mandatarios de los veinte países más ricos del
mundo, para darme la bienvenida, y cuando llego, me quieren detener. ¿Pero qué
mierda de monte era aquel, lleno de domingueros? Decidí volver a casa.
¡Ni hablar, españolito!, me dijo en alemán una señora gordita,
vestida con traje chaqueta. Se me cruzaron los cables, lo reconozco. Al grito Cagoentoloquesemenea, saqué mi piolet y
aquello fue como cuando en el pueblo matábamos el marrano. Una carnicería:
Vísceras, sangre, y más sangre. Curiosamente no todos tenían corazón, y había
tres sin cerebro. Empecé por la teutona, y acabé por Rajoy. Al fin y al cabo,
con lo mal que lo estaba haciendo, no lo iban a echar de menos ni en Sanxenxo.
Me perdieron las formas, porque con educación se habría arreglado todo, pero es
que desde chico he tenido un pronto muy fuerte. Y aquí estoy, en un penal
mexicano, condenado injustamente a cinco
cadenas perpetuas, por haber cumplido y hecho cumplir la ley de la montaña,
confinado de por vida por ser un patriota español. ¡Arriba Esssspaña! VanityFreakNews.
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