Toda
historia tiene un origen, y la nuestra se remonta a Mondoñedo, localidad de
donde es oriunda la familia Telé. Yago Telé, el primogénito, encontró pronto la
forma de ganarse la vida. “El invierno en Galicia es largo, siempre está
lloviendo. Mis padres no tenían televisión, así que se pasaban las noches
jugando a la lotería. Cada nueve meses tenían premio. Dieciséis hijos como
dieciseis botijos, todos varones. Nos quitábamos el hambre a mordiscos. Yo era
monaguillo en misa de doce, y poco a poco fui guardando unos ahorrillos con lo
que sisaba del cepillo parroquial. Cuando pegué el estirón, se acabó el
negocio. Le sacaba una cabeza al pater, así que me cambió por otro más bajito.
Mi destino cambió el día que el cura
nos puso un documental sobre la Virgen Blanca. A partir de entonces mi corazón
y mi mente se tornaron blancos para siempre. Me hice socio del Real Madrid, y
empecé a alimentarme a base de merengues, con lo que en poco tiempo tenía la
piñata destrozada. No tuve más remedio que blanquearme los dientes. Luego vi en
una revista un artículo sobre el blanqueamiento anal, y allí que me fui de
cabeza, bueno, más bien de culo. El color blanco es mi forma de vida. Me casé
con Blanca, y a los doce meses, en medio de una nevada espectacular, nació
Alba.
Con estos antecedentes, mi carrera
profesional sólo podía dirigirse por un camino: La pintura. Pero no artes
plásticas ni leches de esas. Pintor de brocha gorda, y ojito conque una señora
me pida algún día pintar una pared en tonos pastel, o en verde, y no digamos ya
en azul, porque le monto un pollo de campeonato. El tiempo iba pasando. Alba
empezó a salir con Saturnino, un chico albino, que era el blanco de todas las burlas
en el pueblo. Satur se incorporó a la empresa familiar como aprendiz. En mes y
medio, entre los dos encalamos todos los pueblos de la serranía de Ronda.
Pasábamos las noches en blanco para ir más deprisa.
La gente joven entiende de computadoras y de tecnologías.
Saturnino era albino pero no gilipollas. El tío era un máquina en Informática.
Tenía el título de Excel y Power Point a nivel usuario. Un día me propuso que
colgaramos un video en yutub para
promocionarnos como empresa. Dimos en el blanco: “Blanqueo de capitales.
Trabajo limpio y rápido. Sin intermediarios. Económico”. Empezaron a llover encargos
por todas partes. Cambiamos nuestro pequeño local por otro más grande, y
ampliamos la plantilla.
Una mañana entraron en la oficina dos varones de mediana edad.
Iban vestidos de punta en blanco. El más alto me recordaba a Marc Ostarcevic,
exmarido de la gran Norma Duval, y a la sazón, madre biológica del maduro actor
norteamericano Robert Duvall. No parecían ladrones de guante blanco, sino más
bien mafiosos rusos sacados de un telefilme de Antena 3. Portaban una enorme
maleta, que tiraron sobre la mesa. La abrieron con displicencia, y … ¡Joder!
Nunca había visto tanto dinero junto, desde que siendo becario de cartero, tuve
que repartir alguno de los sobres de Bárcenas, el tesorero del PP.
Dijeron que habían
visto el video, y que querían la pasta blanqueada en el plazo de una semana. El
tiempo era más que suficiente. Estábamos acostumbrados a trabajar contra reloj.
Yo suponía que los billetes provenían de la venta de polvo blanco y de la trata
de blancas, y precisamente por tratarse de ese color, me ablandé. Era un dilema
moral importante, así que sometí el negocio a votación entre los trabajadores de
mi empresa. Ganó el “sí” cuatro a tres. Yo voté en blanco, como no podía ser de
otra manera.
Negociamos nuestros emolumentos, y rápidamente llegamos a un
acuerdo. Mandé sacar un vino blanco de Rueda para celebrarlo. Todo era perfecto
hasta que el que se parecía a Ostarcevic dijo que nos pagarían en negro. A aquel
hombre le hubiera permitido casi cualquier cosa, pero la palabra NEGRO en mi
casa estaba vetada. Hay veces en las que te tienes que imponer, y poner los cojones encima de la mesa. Ante mi negativa, el Ostarcevic se mosqueó. Le dio
una patada a la maleta del dinero, con tan mala suerte que me pilló los huevos. Hasta para sacar el macho español que llevas dentro, debes asegurarte antes de que el campo está despejado y tu colgandera no corre peligro.
¡Cuánto dolor! Bajé como pude mi masculinidad de aquella
mesa y me puse loco, muy loco. Agarré una botella de leche y un envase familiar
de crema Nivea, y los estampé certeramente en la cabeza de ambos hampones.
Murieron en el acto. Había que deshacerse de los cadáveres, y le encalomé el
marrón (perdón por utilizar este color pero es que el corrector de ortografía
de Word no me da otras alternativas) a mi yerno. El chico tiene buen fondo,
pero no es de muchas luces. No se le ocurrió otra cosa que llevar los fiambres
un domingo a mediodía a un punto blanco, y enterrarlos en cal viva.
Blanco y en botella: O huíamos inmediatamente, o en poco
tiempo, nuestras níveas posaderas serían un blanco perfecto para los reclusos sodomitas,
en las duchas de cualquier penal de provincias. Pusimos tierra de por medio, y
sobre todo agua, mucha agua. Llegamos a América, ese vasto continente donde los
artistas españoles de medio pelo hacen giras multitudinarias y consiguen discos
de platino, aunque en nuestro país no vendan un puto CD, y sólo actúen en las fiestas
de los pueblos pequeños.
En el aeropuerto de Río de Janeiro nos encontramos con la
sobrina de la Jurado, la excelsa cantante Chayo Mohedano. Habíamos compartido
vuelo, ella en business y nosotros en
la bodega. Comenzaba ese mismo día el Chayo World Tour 2013, y la diva tenía
billete para volver a Madrid a la mañana siguiente, una vez concluida la
agotadora gira mundial. En Río estaba cayendo el diluvio universal, y el
estadio se había inundado. Algún malpensado dirá que la naturaleza es sabia y
pretendía impedir la actuación de la Mohedano. No hubo problema, porque la
Chayobanda no tocaba en el estadio, sino en el salón de actos pequeño de un
centro cultural de barrio.
Blanqueamos el Cristo de Corcovado, y el alcalde quedó tan
contento, que nos mandó pintar todas las barriadas de favelas. Se acercaba el
Mundial de Brasil, y los Juegos Olímpicos de Río, y la ciudad tenía que lucir bonita,
libre de la miseria habitual de sus calles. Aquella era la pobreza de la que
hablaba el nuevo Papa, Francisco. No sabía explicar por qué, pero me gustaba
aquel hombre, sencillo, vestido siempre de blanco, en contraposición con su
antecesor, al que le gustaban más los doraos
que a un patriarca gitano.
Seguimos nuestro periplo, blanqueando capitales a todo
ritmo: Caracas (con el pajarito de Chávez, y el elefante de Maduro), Lima (sin
rastro de Fujimori), La Habana (sucia y roja como el chándal de Fidel Castro).
Y llegó el momento de dar el salto a los Estados Unidos. La tierra de
promisión, el lugar de las oportunidades, donde cualquier hombre o mujer,
pueden llegar a ser presidentes de la nación. Washington nos esperaba: el
Capitolio, el Lincoln Memorial, The Mall, y por supuesto, la Casa Blanca. Allí
había mucho que pintar. Me habían dicho que el actual presidente era negro. Cuando
me lo presentaron, lo vi más bien mulato tirando a blanco roto, pero pensé: “A
este pollo le doy una manita de gotelé, y lo dejó más blanco que al Michael
Jackson de la última época. Que una cosa es ser modernos, y otra que el
presidente de los Estados Unidos de América no sea blanco, anglosajón y
protestante, como Dios mandaba, antes de que el Partido Popular de Madrid privatizara (perdón, quería decir externalizara la gestión manteniendo la titularidad pública)
las creencias religiosas”. VanityFreakNews.
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