Si en la centuria pasada, el
Olimpo estaba habitado por las estrellas del mundo del espectáculo, en el siglo
XXI, los dioses son los futbolistas. Multimillonarios con veintitantos años, se
han coronado como los nuevos reyes del mambo. Conducen deportivos de lujo,
viven en mansiones de ensueño, y se calzan pibones de yate, un día sí y otro
también. La mayoría son de procedencia humilde, y en cuanto rascas un poco, se
les ve el pelo de la dehesa. Cuánto han cambiado las cosas desde aquellos
futbolistas de toda la vida que parecían sacados de un biopic de El Lute a los fashion
victim de ahora.
Paletos, poligoneros,
subdesarrollados, y sobre todo, horteras. En el caso improbable de que uno de
ellos sea capaz de construir una frase con sujeto, verbo y predicado, y no se
tire pedos en público, inmediatamente es marginado por el resto del colectivo. Y
si en algún momento de su corta vida, hubiera comenzado a leer algún libro de
la colección infantil Barco de Vapor, inmediatamente es encumbrado a la
categoría de intelectual.
Tal fue el caso en su día de Jorge
Valdano, atildado sabelotodo empeñado en demostrar que además de planta, tiene neuronas.
Mucho ha evolucionado desde su etapa de pelotero pelopolla, hasta la actual de
corbata y gomina. Ostenta el record Guinness de estar más tiempo hablando (o escribiendo) sin decir absolutamente nada.
Ha hecho creer a muchos que es madridista, cuando lo único que ha sido siempre
es valdanista. Pero ahí está, ganándose la vida divinamente sin dar un palo al
agua. ¡Ole tus huevos, Jorge, ole! Eres el puto amo. Ya nos gustaría a muchos seguir
tu ejemplo.
El futbolista tipo autóctono maneja
un vocabulario de cincuenta-sesenta palabras, y le sobran la mitad. Da igual la
naturaleza de la pregunta que se le haga. La respuesta siempre será una de las
siguientes: "No hay enemigo pequeño", "Lo importante es el
equipo", "Estamos con el entrenador a muerte", "Tenemos que
ir partido a partido", "El mister sabe lo que tiene que hacer",
"Yo nunca hablo de los árbitros". Con cualquiera de estas seis
frases, el periodista de turno tendrá que darse por satisfecho, más que nada
porque no va a conseguir más, ni encañonando a su interlocutor con un pistolón
a la altura de los huevos (localización anatómica donde está radicado el vestigio
de cerebro que tienen los futbolistas,
habitualmente).
Siempre hay excepciones, y no nos
referimos al filósofo políglota originario de un “Pequeño país de ahí arriba”,
ese que ahora disfruta de su condición de emigrante VIP durante un año
sabático, después de cuatro años selváticos de ganarlo absolutamente todo, ese
que se reconoce ateo pero asume muy a su pesar que es el enviado de Dios en la
Tierra, ese que es tan buen entrenador como falso humilde, ese que nunca habla
de los árbitros excepto cuando empata o pierde (cuatro veces en otras tantas
temporadas).
Efectivamente, no estábamos
pensando en Jose Mourinho, sino en algunos futbolistas, en general
sudamericanos y en particular argentinos. Qué placer da siempre escuchar una
rueda de prensa de gente como Javier Mascherano. El jefecito, además de gran jugador, es un comunicador nato, y cada
vez que habla sienta cátedra. Qué diferencia con las entrevistas de los raúles o iniestas de turno, y no digamos ya de los butragueños.
De unos años a esta parte,
cualquier estrellita del balompié que se precie, tiene su campus de verano, en
el que la chavalería intenta aprender de sus ídolos el secreto del éxito. Tal
es el caso de Juanjo Diendo, lateral izquierdo suplente de la Ponferradina. Ya
ha perdido la cuenta de las supermodelos y guarrillas varias que se ha
cepillado, no porque sean muchas, sino porque no sabe contar.
Diendo nos cuenta su experiencia
en primera persona: “Padre me dejó unos terrenos a las afueras del pueblo, y me
dijo: Juan José, hijo, no vas a ser tu menos que el Cristiano Ronaldo. Tienes
que tener tu propio campus de verano. Luego durante el invierno, ya te lo
cuidaremos entre madre y yo”.
Dicho y hecho. El primer año se
apuntaron quince chavales, cuyos padres pagaron la módica cantidad de seis mil
euros por quince días de estancia. Entre desbrozar las malas hierbas y aprender
los fundamentos del regadío se les fué la primera semana. Al caer la tarde,
después de una interminable jornada de trabajo, los zagales degustaban un
bocadillo de torreznos en pan de hogaza y un tazón de leche recién ordeñada y
sin pasteurizar.
Luego, todos los días veían el
vídeo del debut de Diendo con el primer equipo, a la tierna edad de cincuenta y tres años: “Fueron los diez últimos minutos del partido de vuelta de una
eliminatoria de la Copa. En la ida habíamos perdido ocho a cero. No toqué el
balón y nos marcaron dos goles entrando por la banda que cubría yo, pero tuve muy
buenas sensaciones. Aunque perdimos uno a siete, me sentí futbolista: El olor a
choto del vestuario, nuestro estadio abarrotado por cincuenta aficionados
rugiendo, el míster insultándome desde el banquillo... Ahh, qué momentos.
Pero lo que recuerdo con más cariño fue cuando
le abrí la cabeza al árbitro. Ahí los chavales flipan. Siempre se lo pongo a
cámara lenta, y paro la imagen cuando empieza a sangrar como un cerdo. Luego me
dirijo a él y ahí reconozco que me gusto un poco. Es cuando le digo eso de: No
tienes vergüenza. Llevas todo el partido jodiéndonos. A ver si tienes cojones
de pitar el final ahora que vamos a remontar. Me cayeron veinte partidos de
sanción y me parecieron pocos. Si lo sé, le atizo más fuerte y me cago en su
madre. Hasta recibí un telegrama de felicitación de Pepe, el del Real Madrid.
El texto era muy cariñoso. Me decía que ya tenía sucesor en el fútbol español,
y me daba el teléfono de su psicoterapeuta. Un crack, el Pepe ese, un crack”.
Los niños se miraban extrañados y
no entendían por qué siendo aquello una escuela de fútbol, todavía no habían
visto un balón. Jeremy, el más espabilado de todos, que a sus diez años iba a
comenzar segundo de Infantil el curso siguiente, tranquilizaba al resto: “Me ha
dicho mi padre que así entrenaba Messi a nuestra edad, que lo importante ahora
es coger los conceptos, y luego ya vendrá el resto”.
“Cualquier tiempo pasado fue
mejor”, recuerda con un punto de nostalgia Diendo. “Eran chicones de asfalto, y
les venía muy bien para su formación, vivir en un pueblo durante unos días.
Aprendían a trabajar la tierra, y a cuidar a los animales. Conocían como vive
una estrella del fútbol durante las vacaciones, cuando acaba la vorágine de
viajes, concentraciones y entrenos
diarios. Los padres nos entregaban un puñado de niños urbanitas, y nosotros devolvíamos
a la ciudad un grupo de hombres para el mundo.
Pero todo tiene un final. La Unión
Europea dejó de conceder los fondos de cohesión territorial al campo español, y
la pertinaz sequía hizo el resto. Y ya ve usted, lo que hace unos años era un
vergel que daba dos cosechas al año con la ayuda de los chavales, hoy es un
erial yermo donde no crecen ni los cardos.
Así que con todo el dolor de
nuestro corazón, y de nuestro bolsillo, porque esto era un negocio buenísimo,
tuvimos que echar el cerrojo. Hoy, el Campus Diendo ya es historia. Lo que no
me explico es como los demás compañeros, mantienen sus campus abiertos, si en
España lleva sin llover dos años. A ver si un día llamo a la Sara Carbonero y
le pregunto cómo le riega su campus el Iker. VanityFreakNews.