Quien más y
quien menos tiene sobrinos o algún vecinito pequeño, y puede verificar que lo
que vamos a contar es tan cierto como que Zapatero era un inepto, y Rajoy
también. Para los papás de la criatura, el niño en cuestión es el más alto, el
más guapo y el más listo. Y ya para los abuelos ni os cuento. Estos se empeñan
en buscar todo tipo de parecidos con parientes cercanos. Lo bueno y heroico
siempre es herencia de la propia rama familiar: "¿Te has fijado en que cuando
Toñín mea, curva la chorra como lo hacía tío Luis?", y lo malo de la
contraria: "Hija, hay que ver las orejas que tiene la niña, son iguales
que las de tu suegro".
Hasta aquí más o
menos lo normal. El problema es que algunas madres piensan que han concebido un
clon de Albert Einstein. Tal es el caso de Josefina de Talle, taquillera de
Metro en Albacete, treintañera cejijunta y con celulitis pancorporal
incipiente. Josefina tardó diecisiete años y un semestre en sacarse la EGB
"por méritos propios, sin enchufes y sin visitar el despacho del jefe de
estudios en horario no lectivo, como hacían otras". Quería tener un hijo
superdotado (intelectual), así que cual perra en celo, fue rastreando entre todos los mozos casaderos
del pueblo, buscando al menos belloto. La tarea fue infructuosa. Oyó que en la
capital hacían una cosa muy rara que se llamaba fecundación en litro, y allá que se fue.
El banco de
semen andaba bastante escaso de donantes nórdicos de metro noventa, rubios y de
ojos verdes, que dedicaran su tiempo libre a ser banqueros o presidentes de
multinacionales. Miró el catálogo y tuvo que conformarse con la promoción de la
semana: un vulgar matasanos con aspiraciones de neurocirujano, que se quedó en médico
rehabilitador, porque no le daba la nota. Bajito y contrahecho, Oscar Aculo era
feo como un dolor de espalda. No salía guapo ni en la foto de perfil de perfil
de Facebook. Se decía en su barrio que cuando era un bebé, sus padres lo
sacaban a pasear de noche para que no lo viera la gente. En la Primera Comunión
le regalaron un disfraz de Darth Vader, y ya no se lo quitó hasta el instituto.
Pero el pobre chico no ligaba ni con la
cara tapada. Era el típico tío que cuando se iba de putas, más que pagar,
indemnizaba. Se hizo donante de esperma por joder: "No en el sentido etimológico del término, sino para llenar el planeta de
seres humanos tan rematadamente horrorosos como yo". Oscar Araculo era lo único
disponible, un saldo tarado de los que sacan a la venta las grandes superficies
los últimos días de rebajas. Al menos tenía trabajo fijo, que en aquellos
tiempos era decir mucho.
Por su parte,
Josefina no tenía complejos. Había estudiado Bollería Industrial en la
Universidad de Jarvarcete, filial
manchega de la prestigiosa Harvard. Y
era Máster del Universo por la Universidad de Marvel. Como de lo suyo no salía
trabajo, al menos en este planeta, Josefina se ganaba temporalmente el pan en
el Metro. Así llevaba veinticinco años. Fue entonces cuando su reloj biológico
empezó a dar las señales horarias cada veinte minutos, y después ya cada cinco
segundos, con machacona insistencia. Su Jardín de las Delicias estaba cada vez
más marchito, y amenazaba con cerrarse en falso, ante la falta de visitas y la
pertinaz sequía.
Así que Josefina
se lió la manta a la cabeza y se plantó en Barcelona, que entonces todavía era
España, y se vivía en paz y armonía. Unos hablaban en catalán, otros en español,
y todos se entendían. San Josep Guardiola no era ni un proyecto de vida en la
mente de sus humildes padres. Lluis Companys todavía no había sido convertido
por sus hagiógrafos en el mártir que ahora conocemos, y el molt honorable president, o sea Jordi Pujol se alfabetizaba con
dificultad en un elitista colegio privado. Barcelona era como ahora, la ciudad
española más europea, cálida, elegante, cosmopolita, abierta al mar y por tanto
al mundo.
Luego vino la
mierda del fascionacionalismo, y aunque siguió siendo fantástica, sus
malgobernantes hicieron de ella un lugar poco habitable. Las buenas gentes empezaron
a enfrentarse por absurdos y ficticios problemas. La solución llegó cuando dos
siglos más tarde, el noble pueblo catalán se independizó de los políticos de Madrid y a continuación
de los de Barcelona. En vez de transferir competencias, empezaron a transferir
incompetentes: Expulsaron a los politicastros, individuos que no habían
trabajado nunca, pero habían vivido (muy bien) de la cosa pública desde que
salieron de la universidad (los que se habían dignado a pisarla). Cogieron a
todos los politiquillos de medio pelo, los llevaron a la playa un día de
bandera roja, les aplicaron la inmersión lingüística, y dejaron que la marea se
los llevara, pereciendo ahogados.
El Barça, que
"mes que un club"
deportivo, era un ariete mediático del independentismo pacífico, volvió a
convertirse sólo en un equipo de fútbol de ensueño, cuya forma de jugar siguió
siendo la envidia del resto de España, y del mundo. Y decimos bien, España, no
Espanya como escriben los catalanes en catalán. Según sostienen ellos, los nombres de ciudades y
países deben escribirse en su lengua madre: Girona en vez de Gerona, A Coruña por La Coruña,
Donosti en vez de San Sebastián, y por supuesto Catalunya, excepto cuando
reivindican por ahí fuera la independencia. Entonces, milagrosamente, Catalunya
se convierte en: "Catalonia, next independent state in Europe". ¿En
qué quedamos, señores nacionalistas? Un niño se puede llamar Ángel o Angelita,
a gusto de los papás. Pero no puede ser Ángel los días pares, y Angelita los
impares.
Así que Josefina
llegó a la clínica de fertilización, y con su catalán de Albacete se presentó:
"La Fina ja soc aquí pa que la
fecundeis, sisplau". Dicho y hecho, nueve meses después nació un
ceporro de siete kilos de peso, llamado Rufino, Rufino de Talle, porque Oscar
ponía la semillita por medio mundo, pero no les daba nunca el apellido:
"No vaya a ser que alguna de estas guarrillas solitarias me pida una
pensión alimenticia, y tenga que acabar como Julio Iglesias, trabajando hasta
los noventa años".
Salvo por su
descomunal tamaño, el niño era absolutamente normal. Josefina no veía así a la
criatura: "Mi niño es muy listo de siempre. Nada más nacer, en el nido del
hospital, ya entendía a Shakira cantando en español, y a los pocos días
traducía sin dificultad un texto del paquirrín al castellano. En la guardería
pasaba las horas muertas resolviendo teoremas matemáticos. Mientras, los demás
bebés dormitaban bajo los efectos de los sedantes que les administiraban las
cuidadoras, para que no dieran el coñazo. A los tres meses y medio acudió al
programa de Punset para ser entrevistado. Ese era mi niño, un prodigio. Las
vecinas me decían: "Anda Fina, que éste por lo menos te va a sacar una
Formación Profesional rama Peluquería. Se morían de la envidia, las muy brujas.
Rufino seguía a
lo suyo. Iba tan adelantado para su tiempo, que a los tres meses empezó a
desarrollar alopecia androgénica, y se quedó como una bola de billar. Se
licenció en Derecho en quince días, y dejó el doctorado para más adelante,
porque no quería hacer las cosas deprisa y corriendo. Antes de cumplir el
primer año de vida, entró como socio en el bufete Johnny&Walker, el más
prestigioso del Ensanche de Vallecas. El jefe estaba contentísimo con mi Rufi,
no sabía dónde ponerlo (véase que esto es lo que dicen todas las madres de sus
hijos. Uno se pregunta siempre ¿Cómo coño saben ellas lo que opina el jefe del
cenutrio de su vástago, si no conocen al mandamás en cuestión, y ni siquiera
han hablado con él en la puta vida?)
A la salida del
trabajo del bebé, Josefina lo llevaba al parque, como todas las madres. Y allí
se reproducía una y otra vez una escena clásica: La de la señora entrada en
años y generalmente en carnes que se acerca al cochecito del niño y suelta
aquello de: "Oyyyy, está precioso ehhhh. Está enorme, oyyyy. ¿Qué tiempo
tiene?". ¿Cómo que qué tiempo tiene, pedazo de lechona? Pregunta primero
la edad, y luego juzga si está grande o si por el contrario el chaval es un
jodido enano.
Rufino nunca fue
el más alto de su clase, aunque eso no impedía que usara ropa para ocho años
cuando sólo tenía cuatro. Y es que todo aquel que tenga niños cerca, sabe que
las marcas de moda infantil tallan al alza, con un objetivo prioritario: Que la
prenda se quede pequeña nada más comprarla. Vas a una tienda cualquiera y
coges, por ejemplo, un pantalón. Su tamaño es tan pequeño, que parece hecho
para Playmobil, pero la etiqueta reza 5-6 años. Tu te fías de lo que estás
leyendo, porque no puedes contemplar la posibilidad de que te están timando.
Cuando llegas a casa te convences del engaño. Derrotado, acabas dándole el
pantalón al canario del vecino, que mes a mes va acumulando ropa, y tiene más
fondo de armario que la Preysler.
Como efecto
colateral, se consigue enaltecer el orgullo materno. Las mamás aplican a sus
hijos el célebre aserto: "Ande o no
ande, caballo grande". Lo importante es criar niños mastodónticos del
tamaño de un saurio y la fuerza de una
mula de carga. Es frecuente ese prototipo de madre que se empeña en decirte
cada vez que hablas con ella: "José Andrés se sale del percentil, ha crecido
otros cuatro centímetros". Uno, que no es muy listo, pero sumar con
calculadora sí sabe, piensa: Siempre que nos vemos, el niño ha crecido entre
tres y cinco centímetros. Si hacemos caso a la aritmética, el angelito tendría que medir no menos de dos
metros veinte.
Y luego está el
rendimiento escolar. Cuanto más tarugo es un chaval, más creídos están los
padres de que es poseedor de un potencial infinito no explotado por parte de
los inútiles de sus profesores: "Mi José Andrés me ha suspendido hasta la
Educación Física, pero el psicólogo me ha dicho que es listo como el que más,
lo que pasa es que no quiere. Lo que da la profesora es tan básico para él, que
se aburre, y no tiene motivación. Le voy a cambiar de colegio en el próximo
semestre. El Brains no me convence. Mi niño va a ir al Testicles. Me han dicho
que allí aprueban por cojones". Uno piensa: Si son tan listos y se aburren
tanto porque ya se lo saben, ¿Por qué diablos suspenden todo en vez de sacar
matrículas de honor?
Aunque lo
verdaderamente importante es la gran hazaña de Rufino de Talle, un mantecas que
con cinco meses cumplidos ya se comía a pares los bocadillos de calamares a la
Lomana, que con tanto amor le preparaba su madre siguiendo la receta de la
estrella televisiva, y supuesta millonaria, Carmen Lomana. De todos es conocido
que los cefalópodos son una especie animal caracterizada por su gran
inteligencia, y como de lo que se come se cría, pues ahí estaba Rufino, con
rasgos faciales de calamar cada vez más acentuados, ocho brazos y un cociente
intelectual de escándalo. El chaval era avispado, sin duda.
Alcanzó cada hito
del desarrollo psicomotor de forma precoz. Cuando los demás niños gateaban, él
ya se sentaba, cuando Toñín el del quinto decía mamá y papá, él repetía una y
otra vez mamá y probeta, mamá y probeta. Era listo, muy listo, pero de ahí a lo
que contaba Josefina había varias galaxias de distancia. Cuesta mucho creer que
aquel mostrenco fuera capaz de traducir Hamlet al arameo entre biberón y biberón.
Quizá estemos de acuerdo en que tamaña empresa no la hubieran llevado a buen
puerto, ni un gigante intelectual como el inolvidable Zapatero, ni su réplica
barbuda Rajoy. El problema es que una madre no es objetiva cuando habla de sus
hijos, y Josefina de Talle era una madre muy madre. VanityFreakNews.