Rogelio Padre no podía presagiar que un apacible día de
compras, acabaría por convertirse en la faena perfecta, en esa tarde triunfal que
nunca tuvo, durante su breve periplo profesional.
Aficionado a la fiesta nacional desde la infancia, comenzó a
empaparse de torería en su Ronda natal. Tomó la Primera Comunión vestido con
traje de luces, y todos los años coleccionaba los cromos de matadores de toros
de Panini. Tentó su primera becerra el verano que vino al pueblo la prima Ana Paqui.
Era una protojamelga de cien kilos de peso y ocho añitos de edad, que tenía la
querencia innata de embestir a los demás niños mientras jugaban.
Rogelio siempre era el bajito de la clase. Comía como un
español cuando va de invitado, y ni aun así crecía. Su padre se acordó de
Messi, y pidió cita con el médico que obró el milagro. El tratamiento con
hormona de crecimiento había conseguido que el astro argentino alcanzara el
metro setenta, pero era tan caro que la familia Padre tuvo que empeñar hasta el
braguero incorrupto del tío Cojonciano.
Debutó como novillero bajo el nombre del Niño de la
Coquilla. Su baja estatura segó de raíz sus posibilidades de triunfo en el arte
de Cúchares. Cuando llegaba a la suerte de banderillas, necesitaba subir en ala
delta para alcanzar la testuz del animal. Sus aptitudes físicas recondujeron su
carrera, y al poco tiempo acabó recorriendo España con el espectáculo del
bombero torero.
Pero no nos desviemos del tema. Nos encontrábamos en la
noble villa de Alcorcón, en el Imaginarium del Centro Comercial Tres Aguas. Este
local ha abierto su puerta grande solamente en una ocasión. Ocurrió cuando el
chófer de Tita Thyssen se equivocó al programar el navegador, y en vez de llegar
al elitista Moraleja Green, dio con sus neumáticos en este reducto del cinturón
industrial madrileño. Cuentan los cronistas, que cuando Tita bajó de su
flamante Audi A8 rosa, lo primero que hizo fue preguntarle a sus asistentes,
qué idioma se hablaba en aquellos pagos, y en qué estación del año estaban.
Eran tiempos felices para la baronesa. Aunque su pequeño Borja
ya era un zagalón con pelos en los huevos, todavía no había caído en las siliconadas
redes de Blanca Cuesta, reina de la belleza poligonera, y actual recordwoman
mundial de braguetazo indoor. De hecho, Blanca le arrebató a su propia suegra
el record en cuestión. Resulta paradójico que la baronesa no pueda ni verla. Como
buena maestra, debiera estar orgullosa de haber sido superada por una alumna
aventajada. Pero cada familia tiene su particular idiosincrasia, y no seremos nosotros
quienes critiquemos a nadie.
Pues bien, Tita entró en el Imaginarium, y se dirigió directamente
hacia las estanterías donde se agolpaban los juguetes de “cero a cuatro años”.
Lo compró todo, sí, sí, todo. No quería que su hijo Borja, en sus ratos de
juegos, echara de menos algo de lo que había visto en el catálogo. Resultado:
Factura por valor de cuatro mil doscientos setenta euros, y salida a hombros
por la puerta grande.
Cuando Rogelio abandonó los multicines, desconocía este
antecedente. Había visto en versión original subtitulada, “No habrá sal para
los hipertensos”. Era la última peli de Jose Coronado, y la gran vencedora de
la pasada edición de los Goya. Galardón injusto donde los haya, porque la mejor
película del año había sido “Primos”.
De pronto, las luces intermitentes y multicolores del
Imaginarium llamaron su atención (como para no hacerlo), y se vio impelido a
entrar. Recorrió con la vista los anaqueles repletos de potenciales regalos, y
recordó su infancia, llena de miseria y de alegría. Veía todo aquello y pensaba:
“No me extraña que el prototipo de niño tontoelculo
sea un fenómeno en alza”. Los sonajeros con música clásica barroca, se
alternaban con muñecos que recitaban a Shakespeare en búlgaro continental, y bajo
éstos, se disponían los triciclos con iPad nano incorporado.
Nuestro héroe quería simplemente un balón, una cosa redonda
que bota y se le pueden dar patadas, una pelota de las de toda la vida. “De eso
no tenemos caballero, vaya a un chino”, le dijo con desdén la vendedora. De comercial
tenía el nombre, porque allí se hacía menos negocio que en el sex shop de La
Meca. “Entonces, deme un libro, por favor”. “¿Estrato etario?”. “¿Cómo dice?”.
“¿Que cuántos años tiene el niño destinatario, señor rural?”. “Seis”. “¿Inglés,
inglés americano, español, o lengua cooficial?”. “Español, señorita, español”.
“¿Letras y dibujos; sólo dibujos; letras, dibujos y texturas musicales y/o
aromáticas?”. “Letrassss, y dibujossss, señoritaaaa”. “Tengo éste, escrito por el
negro de Paris Hilton, que viene con un kit de supervivencia en la Milla de Oro,
y una invitación para ir a un cuentafiestas”.
Los ojos de Rogelio se iban llenando de sangre, y la bilis ascendía por su
esófago, buscando deliberadamente la boca, mientras apretaba los puños.
Entonces ocurrió.
Una matrona cincuentona interrumpió bruscamente la
conversación. “¿Es usted quién creo que es?”. “Supongo que sí, señora”. “Ayyyyyyyyyyy,
que os lo había dicho chicas, y vosotras que no, que no, y yo que sí, que sí.
Es el Flan, el hijo del Paquirri, el
hermano del Gayetano, el hijastro de
la Pantoja. Mirad qué planta tiene el Rivera, si es que la tele engorda. Qué
buena fisioniomistia soy. ¡Ay, qué
alegría más grande! Encarni, bonita, busca en tu esmarfon el politono de Paquito Chocolatero versión house, que el
maestro hoy sale de aquí por la puerta grande. Juani, Loli, Goyi, subidlo a
hombros, y cuidadito con las manos, que van al pan, y este pan es de lujo”.
Así fue como el simiesco Rogelio fue confundido con el
guaperas nacional por excelencia, una panda de barbies postmenopáusicas de
extrarradio, tuvo algo que contar en la peluquería la semana siguiente, y una
comercial en prácticas, pudo seguir con vida, por obra y gracia del fenómeno fan.
Gracias a Dios, la laica Spain is different, y con rescate o sin rescate, lo
seguirá siendo. VanityFreakNews.
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