sábado, 27 de octubre de 2012

Un Carrefour cierra una mañana para que una maruja compre en exclusiva.


         Como cada mañana, Concha Bada se levantó hastiada de vivir. Ella, su marido alcohólico, cuatro hijos varones en paro, un perro tuerto, y una hipoteca,  se hacinaban en una entreplanta de cincuenta metros cuadrados del madrileño barrio de La Elipa.

Al salir de la ducha, se miró en el espejo, sin poder reconocer en aquella anciana de cuarenta y cinco años, a la hermosa mujer que antaño fué: El ombligo se adivinaba semioculto por los pechos, y las pistoleras tenían capacidad para albergar dos armas de calibre reglamentario. El cabello ralo y de color alfalfa coronaba una cabeza, cuyo único ornamento eran los dientes, que un día parecieron perlas por su blancura, y hoy lo asemejaban por su pavorosa escasez. Encendió un Ducados sin filtro, y se puso la blusa, la falda y los zapatos, los únicos que tenía. Abrió el frigorífico, vacío como Madrid en Agosto. No miró la cartera, porque ya sabía lo que no había. Todos dormían, incluso el perro, un ejemplar que parecía más reptil que cánido, a fuerza de ser cruzados sus ancestros entre sí.

         Dejó su lastre vital en aquella casa, y se tiró a la calle, en busca del Carrefour, el único lugar donde se sentía persona, mientras se evadía de la realidad temporalmente. Al llegar a la calle Daroca, divisó una zona de obras en la acera de los pares. Era la enésima zanja en lo que llevábamos de año: Primero el Canal, después Ono, más tarde Iberdrola, luego otra vez Ono, y ahora Gas Natural. Ocurrió como en las ocasiones anteriores: Los obreros en vez de tirarle piropos, le lanzaban trozos de pan duro. Cruzó el paso a nivel de la M30. El abismo que aparecía bajo sus ojos, repleto de coches, la tentó como lo hacía todos los días. Un pequeño salto, y todo acabaría. No fue capaz. Cansinamente arribó a la calle Brescia, y por fin llegó a su pequeño paraíso, el Carrefour Market.
 
 

         Le extrañó no ver al ciudadano subsahariano de la puerta, tan integrado en la tienda, que hasta iba a las cenas de empresa. Posiblemente lo habían trasladado a otro super, o bien estaba de vacaciones, y debido a la crisis no le habían puesto suplente. Concha siempre compraba algo para él, un bollo y un refresco, o una tortilla precocinada sin cebolla (A la criatura no le gustaba la cebolla, y no me extraña, porque a mi tampoco).

         Se abrió la puerta corredera, y apareció el encargao, esa figura tan española. Nos referimos a una persona (normalmente varón), de cualificación media-baja que es puesto al frente de un comercio, y enseguida asume que tiene mando en plaza, empezando a comportarse como si fuera el dueño de la empresa. No es el caso de Melitón Gosalves, un buenazo, y un ingenuo de la vida. Sonrió a Concha con el cariño habitual, y le dijo entusiasmado que había sido premiada. Al ser la clienta número seiscientos sesenta y seis, le había correspondido un cheque regalo de mil euros, y el cierre de la tienda durante esa mañana, para que comprara ella sóla.

         Concha no se lo podía creer. Era reina por un día. Se sentía como Richard Gere en “Pretty Woman” cuando entra en la boutique y espeta aquello de: “Vamos a gastarnos una cantidad indecente de dinero, así que va a tener que hacernos mucho más la pelota”.  Le pidió a Melitón que fuera su personal chopped, y emprendieron  juntos el camino hacia la gloria, empezando por la bollería industrial: “Quiero uno de cada, y cinco de donus con chocolatazo blanco, porque desde que los venden en envase individual, cada vez son más pequeños y no me hacen apaño”. Parecerían donettes, sino fuera porque ahora estos también dan menos talla que los lacasitos.

         “Tu no eres menos que la Beckham”, se repetía Concha a modo de mantra. Si a la pija escuálida esa, le cerraban el Dolce&Gabbana de Milán, por qué no le iban a reservar a ella el Carrefour, que también es una empresa extranjera muy importante. Vió el pescado fresco, y empezó a gemir como Meg Ryan en la escena del restaurante de “Cuando Harry encontró a Sally”. Cogió gambones “para los niños, que les gustan con ajetes”, una merluza entera del tamaño de un arcabuz de infantería, y un buey de mar “como el que dice mi vecina que compra en Navidad, que ya será menos, con lo tiesos que están, que no pagan ni la comunidad”. “¿Cómo salen los salmonetes, bonita? Ponme cuarto y mitad, que les estoy viendo el ojo, y hoy están fresquitos”. Se iba creciendo por momentos. Pasó de largo por los congelaos, mirándolos de soslayo, como pensando: “Mañana volveremos a encontrarnos, pero hoy no nos conocemos”.

         Llegó al imperio de las grasas saturadas, su hábitat natural. Todo iba muy bien, pero faltaba algo. El sueño no sería completo si no estaba la Pantoja. Dicho y hecho. ♫ Marineroooo de luceeeees ♫ empezó a atronar por la megafonía. Ahora todo era perfecto. Se encaró con los ibéricos, y después de las pertinentes y protocolarias presentaciones, intercambió con ellos algunos lugares comunes: ¿Venís mucho por aquí? ¿Estudiais o estáis en paro? Daba igual, la suerte estaba echada para estos indefensos productos. Llenó el carro con tanta frialdad, que parecía que lo hubiera hecho en otras ocasiones.

         Al llegar a las carnes, no lo dudó: “Only solomillo”, con independencia del animal de procedencia. Se acordó de cuando siendo aún mocita, iba al pueblo: ¡Menudas parrilladas de carne an cá la tía Pollarda!. Pensó en preparar una y luego subir la foto al feisbu, para que se pudrieran de envidia sus cuñadas, esas que toman prestada una foto del Telva-cocina, y la cuelgan como si el plato fuera suyo. “Perracas, más que perracas, se van a enterar.”

         Se acercó a la zona de alimentación para mascotas, y cogió varias bolsas para perros, por una vez no de marcas blancas. “Qué contento se va a poner Toby”, exclamó ufano Melitón. “¿Toby? Para él he cogido filetes de aguja. Esto es la comida de mi esposo. Los domingos, lo sofrío y se lo salteo con patatas, y el cree que es estofado”. Llamar animal a su marido hubiera sido ofender a los animales. Concha recordaba perfectamente cuando la había follado por última vez, pero era incapaz de evocar una ocasión en que le hubiera hecho el amor”. Fue a los vinos y eligió la botella más cara. “Como está acostumbrado al peleón con gaseosa, en cuanto tome vino de verdad, se le para la patata”.

         “Melitón, quiero Coca-Cola: Diez cajas de botellines de cristal, que es la de verdad. La de botella de plástico no sabe igual, y digáis lo que digáis, la promoción de los veranos de la botella de dos litros más doscientos mililitros gratis, es una timada, porque está aguada”. El probo empleado asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

         Concha desfilaba hacia las cajas, preparándose para ejecutar con voz alta y clara esa frase que siempre había ansiado pronunciar delante de la cajera: “Buenos días, señorita, es un pedido”. De pronto, sintió un golpeteo suave y repetido en las mejillas. Abrió los ojos y vió a su querido Melitón: “Doña Concha, vuelva en sí. Se pegó muy meco contra el suelo, pero no se lastimó. Qué bueno que nos visite de nuevo hoy en la mañana. Se la ve linda, damita. Entre al market, que la va a pasar chingona con las ofertas que tenemos hoy para ustedes”.

         Concha salió de su ensoñación postraumática, y lejos de sentirse mal por no haber sido real lo ocurrido, dijo para sí: ¡Pero qué coño!, como Tom Cruise en “Risky business”. Al entrar, Melitón la tomó del brazo, y más sonriente que nunca le dijo: “Doña Concha, es usted la clienta número seiscientos senta y seis, y en nombre de Carrefour me complace comunicarle …” VanityFreakNews.

Este es nuestro humilde homenaje a todas las conchasbadas del mundo, en el deseo de que ellas también encuentren algún día su Carrefour Market.

 

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