sábado, 11 de enero de 2014

El único español que quedaba trabajando pide una baja.


Kike Osden es un español como otro cualquiera, ni alto ni bajo, ni feo ni guapo. Colgó los estudios en primero de bachillerato: "Padre ya no podía trabajar y con la pensión que le había quedado, no daba para alimentar a una familia numerosa". Se desposó con la novia del instituto, y sin divorciarse de ella, volvió a casarse con Bankia merced a una hipoteca a setenta y cinco años. Ese sí que fue un matrimonio indisoluble ante Dios y ante los hombres.
 
En aquel tiempo, se ganaba el pan como constructor, eufemismo utilizado por los modernos cuando se refieren a la profesión de albañil. Kike conoció la época de las vacas gordas. Vivió desde dentro la burbuja inmobiliaria, y su estallido le pilló en el epicentro. Esta explosión virtual tuvo efectos devastadores en la sociedad española. La onda expansiva afectó a cientos de miles de personas de todas las capas sociales, dejando un reguero interminable de damnificados en la cola del paro, desde oficiales de primera hasta arquitectos.
 
"El auge del ladrillo fue un período de locura absoluta. Cualquier solar era bueno para levantar una torre de casas. Daba igual como fueran y que precio tuvieran, porque se vendía absolutamente todo. Los bancos te tasaban el piso por encima del precio de mercado, ya de por sí inflado. Luego te prestaban el cien por cien del importe, y otros tantos miles de euros por si querías reformar la vivienda o cambiar de coche. El dinero era como la Neisseria gonorrhoeae en un burdel, nadie lo veía físicamente, pero circulaba a toda velocidad, moviéndose de un cliente a otro como Pedro por su casa.
 
Un señor bajito y malencarado, que a la sazón ocupaba temporalmente la jefatura del gobierno, salía en la tele y decía que España iba bien. Bien jodida, pensaban algunos. Bien encaminada hacia el abismo, afirmaban los más escépticos. Los indicadores macroeconómicos mostraban que estábamos en verano, y los políticos de entonces nos hicieron pensar que el calorcito estival duraría toda la vida. No es así: Algunos años el verano puede durar un poco más, pero siempre acaba por llegar el invierno.
 
En los albores del otoño, el señor del bigote se marchó a tomar el sol y hacer abdominales. Aún no hacía frío, pero empezaba a echarse en falta un jersey por las mañanas. Le sustituyó un señor alto y bienencarado, que no sólo creía en los Reyes Magos, sino que pretendía que los demás también lo hiciéramos. Con él entró el invierno,  el más crudo del siglo. Ni los más viejos del lugar recordaban temperaturas tan bajas. Pero como el señor de la ceja seguía empeñado en que estábamos en verano, nos cogió a todos en bermudas y con camisa de palmeras.
 
Cuando llegaron las nieves, y las carreteras quedaron cortadas, el señor alto reconoció que estaba empezando a refrescar. Pero afirmaba que en dos patadas llegaría la primavera, y España se llenaría de brotes verdes. También decía que si teníamos frío era por culpa del señor bajito, que en su día no nos compró abrigos.
 
Pasado el tiempo, el bajito se afeitó el bigote y el alto se depiló la ceja. Nosotros seguíamos en la Edad de Hielo, mientras ellos estaban cada vez más pintureros, y se permitían el lujo de escribir manuales de supervivencia en tiempos de crisis.
 
Así fue España en lo macroeconómico. Con uno llegamos al borde del precipicio, y con el otro dimos un paso al frente. En lo microeconómico, mi historia no fue muy diferente. Con veinte años recién cumplidos, yo ganaba más que un médico jefe de servicio de un gran hospital.  Pero todo lo que sube baja, incluso en el caso de Nacho Vidal. De un día para otro, la construcción frenó en seco. El castillo de naipes se derrumbó en cuanto el viento empezó a soplar tímidamente.
 
Estuve tres largos años sin encontrar trabajo. Como había tenido que vender el BMW y el Porsche Cayenne, recorría a pie las obras de mi barrio, y después las de mi ciudad, en búsqueda de un jornal. El problema es que ya no había nuevas construcciones, y las que estaban en marcha habían parado. Las grúas que hasta hace poco dibujaban nuestro skyline habían desaparecido. Los promotores inmobiliarios que habían amasado fortunas indecentes en pocos años,  empezaron a no pagar a los proveedores, y después a suspender pagos. Todos los días cerraban cinco o diez empresas.
 
Gracias a un amigo de un amigo, comencé a trabajar en un bar. Un negocio pequeño, aunque suficiente para ir tirando. Medio año después, el bar también quebró. Me quedé otra vez en la calle, con la consiguiente fama de gafe,  ganada a pulso. Tanto es así que ya nadie me quería contratar, ni siquiera en Zara o Mercadona, las únicas joyas aún sin empeñar del otrora Imperio español, aquel donde nunca se ponía el sol, y donde ahora siempre era de noche.
 
 
 
Lo siguiente que encontré fue una línea caliente, uno de esos teléfonos a los que nadie reconoce haber llamado nunca. Un trabajo aséptico y funcionarial. Mientras haces un sudoku o una colcha de ganchillo, intentas no pensar en que tu interlocutor se está tocando, y aquí paz y después gloria. La gente está muy mal. A veces te llevas sorpresas. Por ejemplo, cuando reconoces la voz de algún cliente: “Tita Marta”, “Uy, usted perdone, creo que me he equivocado”. Mi tía Marta tenía fama de haber sido un poco guarrilla en sus años mozos. La abuela la quería un montón y siempre le dedicaba alguna lindeza: "Esa pelandusca me quitó a mi hijo porque el pobrecito era tan débil mental como su padre. Todos los hombres son iguales. Ven unas bragas y se olvidan momentáneamente hasta del fútbol. Si no fuera por mi Carlitos, esa golfa todavía estaría bailando en porretas en aquel garito de mala muerte".
 
 
 
 
Después de muchos avatares, y orgasmos interruptus por fallos en la línea telefónica entré a trabajar en Jazttel como teleoperador. Experiencia en el sector ya tenía, pero el problema es que había desarrollado automatismos, y sobre todo al principio me jugaron malas pasadas. Lo típico, llamas a un cliente para ofrecerle la fibra óptica y cuando te quieres dar cuenta le estás diciendo: “Esta mañana estoy muy caliente. ¿Lo sabes, verdad?”.
 
Menos mal que la gente en España es buena. Santos varones y santas mujeres. Cómo explicar si no, que aguanten estoicamente llamadas todos los putos días del año, a cualquier hora. Yo me pongo en su lugar, y tiraría el teléfono por la ventana.  Seiscientos euros al mes por ocho horas al día, cinco días a la semana. No es el trabajo de mi vida, pero es lo que hay, y no lo cambiaría por nada del mundo. Soy un paria de la sociedad, pero poder putear a la gente oculto en el anonimato, no se paga con dinero.
 
 Sí amigos, yo soy uno de esos hijos de padre desconocido que os llama a la hora de la siesta cinco semanas seguidas. Yo soy ese al que amablemente le pedís que por favor no os vuelva a telefonear porque no os interesa el producto que os ofrezco, y al día siguiente os vuelvo a molestar repetidas veces hasta que descolgáis. Yo soy ese al que le decís que tenéis Telefónica, y que no vais a cambiar de operador hasta que Paquirrín gane el certamen de Mister Universo, y a los diez minutos lo vuelvo a intentar  por si os habéis arrepentido. Sí, soy un grandísimo hijo de puta, un revienta siestas que no descansa ni en días festivos. Esta es la salsa del trabajo, llamar a alguien tantas veces como yo quiera, para ofrecerle algo que no ha pedido. Es la primera vez en mi vida que tengo la sartén por el mango, y no voy a soltarla.
 
 
 
 
Pero esta mañana he abierto los ojos, y he decidido darme de baja. He tenido que venir a trabajar andando, porque el METRO y la EMT hacían huelga. Al llegar, me he dado cuenta de que era el único en la empresa: Pedro Pablo está de baja maternal, Juanlu, Choti y Piru de vacaciones. Justi se había cogido el día para llevar al médico a su suegra, con la que no se habla desde que Suárez legalizó el Partido Comunista, y Edilberto tiene por quinta vez gastroenteritis en la que va de semana, y estamos a martes.
 
Luego he pensado en mi familia. Mi padre está jubilado y mi suegro también. Mis cuñados y mis hermanos están prejubilados, menos el pequeño, que es funcionario y lleva doce de meses de baja por estrés laboral. Yo le entiendo: Los suplementos dominicales de los periódicos cada vez tienen más páginas, y al bueno de Chemari no le da tiempo a leerlos todos en el trabajo, por lo que está atacado de los nervios.
 
En mi portal, los del primero, segundo y tercero están en el paro. Los del cuarto, quinto y sexto llevan tanto tiempo sin trabajar, que ya se han borrado hasta del INEM. El del séptimo A tiene una invalidez total por artrosis incipiente en la rodilla, y el del séptimo B es crítico de cine, o sea que le pagan por lo que los demás pagamos, y encima se da el gustazo de poner a parir el trabajo de otros, aunque él no sería capaz de rodar ni un video de comunión.
 
Así que quedamos los del noveno: Iker y yo. Dos hombres y un destino: Levantar España. La verdad es que él no trabaja mucho desde que es suplente. Ayer fue padre, y cuando le llamé para felicitarle, me dijo que se iba a tomar unos días para acompañar a Sara y al niño. Tras colgar, me quedé pensativo y dije en voz baja: Kike, eres el único gilipollas que queda trabajando en España. O pides una baja, o vas a pagar tu solito las pensiones, subvenciones, cuotas, impuestos, tasas y corruptelas de los cuarenta millones de españoles. Dicho y hecho. ¡Qué os den!”. VanityFreakNews.
 

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